Monday, February 09, 2009

NO FUE UN BUEN DÍA...

Todo es mentira: espuma que en la playa
desordena y revuelve sus encajes.
Cambia la burla rostros y ropajes,
pero siempre su risa vil estalla.

El tigre exhibe la postrera raya
en la piel veterana en estos gajes.
Por la espalda nos hieren los oleajes
de la perfidia en sórdida batalla.

Erosionan la fe la cruel constancia
y el afán con que dejan los baldones
caer su filo airado y homicida.

Cultívame la calma y la distancia,
indiferencia con que a diario pones
algo de paz sobre mi ruta herida.

Viaje de Cronopias al Corazón de Honduras

Una crónica del viaje que hicimos con Susana Reyes a San Pedro Sula y Tela en Semana Santa de 2008

Viaje de cronopias al corazón de Honduras

El despertador sonó a las cinco en punto (tal vez antes, porque me acostumbré a vivir con el reloj adelantado en época de clases, no sea que Juancisco llegue tarde) y de inmediato agarré el celular y llamé a Susana, mi compañera en aquel viaje. No quería que fuera ella quien llamara justo cuando yo estuviera bajo la ducha. Me contestó con voz despierta. Después me metí bajo la cortina de agua sin mojarme el pelo y luego de un baño rápido, me vestí, guardé las últimas cosas en la maleta y bajé. Encendí la computadora, me hice un café rápido y repasé el correo antes de que Susana llamara diciendo que iba en camino.

Me despedí de todos los durmientes, saqué la maleta (un bolsón de tela chapina roja y cuero que compré en el último viaje a Copán y que iba medio vacío) y el bolso de mano (enorme y utilísimo, una bolsa de Zara que ha sido una de mis mejores compras de todos los tiempos), apagué las luces y cerré la puerta. Susana me esperaba a la entrada de la colonia a bordo de su inseparable “Gatimóvil”: un datsun de la época en que mis hijos no habían nacido. Abordé y pasamos a un cajero a retirar efectivo. Apenas aclaraba pero ya el calor era sofocante.

Llegamos a Puertobús y en el mostrador el sádico del empleado nos informó que sólo había un lugar libre. Curiosamente, nuestra actitud fue solidaria: o viajábamos las dos o no viajaba ninguna. Sin embargo, aquel hombre nos haría esperar hasta el último minuto antes de elucidar cuántos viajeros habían faltado y si nos podía vender los dos pasajes. Yo le dije entre tanto a Susana que si nos tocaba cancelar el viaje a Honduras, podíamos irnos de perdida a Guate, aunque la perspectiva no me alegraba, la verdad, y tampoco a ella. Y me aseguré de que el hombre me escuchara decirlo.

Como sea, a las siete estábamos las dos encaramadas en el bus y rodando hacia la parte oriente de la ciudad. Pensé que el bus enfilaría por la carretera nueva, pero no, se metió a la Troncal del Norte, aunque a esas horas no estaba tan caótica como acostumbra. Aún así el viaje hasta la frontera de El Poy se me antojó lentísimo. No me di cuenta a qué horas pasamos por el puente Colima. Nos dieron un croissant y un jugo de caja que estaban un poquito mejor de lo que yo temía pero que caían siempre en la categoría de “comida de cartón” tan frecuente en los viajes.

Yo deliraba por un café. Antes de mi dosis mañanera de cafeína siempre me encuentro en estado comatoso y aquel día no fue la excepción. Pero hasta que llegamos a la frontera, el sobrecargo no nos ofreció el ansiado café. Me imagino que para evitar que con el movimiento se produjeran inesperadas e indeseables quemaduras. Tampoco estaba demasiado caliente, la verdad, pero era café y eso me salvó la cordura.

Nunca supe bien la razón, pero en la frontera nos detuvieron durante largo rato. Para entonces ya habíamos padecido la primera película: un bodrio titulado “Locos de amor”, o algo así, que Susana ignoró olímpicamente sumergiéndose en un sueño de seguro bienhechor y que yo eludí con mi tejido. A esa película siguió “The devil wears Prada”, una película perfectamente olvidable a pesar de la intervención de Meryl Streep. Para entonces el bus había avanzado mucho por el quebrado relieve hondureño y dejamos atrás La Entrada y Santa Rosa de Copán, lugares que ya había visto en viajes previos.

La siguiente película fue “Ratatouille”, pero para entonces yo estaba más que harta, dejé el tejido y comencé a leer uno de los libros que llevaba: “Memorial de cocinas y batallas”, de Francisco Pérez de Antón, donde cuenta los avatares fundacionales del Pollo Campero. La película terminó y todavía soportamos las primeras secuencias de “Eragon” antes de llegar a las 2:30 pm a la Terminal de buses de San Pedro Sula.

Tuve que interrumpir esa lectura que en las siguientes horas me llevaría por una verdadera montaña rusa emocional, de la risa a las lágrimas y de vuelta a la risa, para descender del bus y recoger las maletas. El sobrecargo nos las entregó y me dijo proféticamente: “Bienvenidas a este infierno”. En efecto: la temperatura del aire debía de estar peligrosamente cerca de los cuarenta grados. Con dificultad y resignación arrastramos el equipaje dentro de la Terminal y buscamos un cibercafé porque a mí se me olvidó en qué hotel había hecho la reserva.

Aunque encontramos la dirección, decidimos que estaba demasiado lejos del centro y buscamos otro. Cuando tomamos la decisión final a favor del Hotel Bolívar, buscamos un taxi y regateamos el precio del servicio que al fin quedó en 60 lempiras por las dos. El chofer no estaba conforme, ya que nos quería cobrar diez más, pero al fin cedió, no sin endosarnos otro pasajero, práctica por desdicha muy común en Honduras, como comprobaríamos en los días siguientes.

La cosa no merecería ni un recuerdo si no fuera porque el pasajero de marras estaba en un avanzado proceso de alcoholización y se dio a la tarea, al parecer también muy común entre los hombres hondureños, de demostrar que se consideraba irresistible. Susana y yo adoptamos la actitud más indiferente que pudimos y me saqué uno de mis palitos chinos con los que me sujeto el pelo, a fin de usarlo, llegado el caso, como arma de defensa si el tipo decidía pasar a mayores. Menos mal que eso no ocurrió, que el individuo se bajó varias cuadras antes del final del trayecto y que llegamos al Hotel Bolívar sanas y salvas.

No es un hotel nuevo. Debe de haber sido construido en los años 60, tiene tres pisos, además de la planta baja, y un ascensor tan viejo y traqueteado como los del primer edificio del ISSS en San Salvador. Pero es un hotel limpio, céntrico y, al menos en esta temporada, no tan caro, lo cual lo hizo muy conveniente para nosotras.

Nomás llegar a la habitación, el botones encendió el aire acondicionado. Dejamos las maletas y decidimos ir a buscar donde almorzar. Caminamos por unas calles que parecían bañadas por aquello que dice la canción de Mercedes Sosa: “Calcina el monte/un sol de fuego/María va…”.

Desistimos de quedarnos en un antro chino donde el ambiente era tan calamitoso como la comida, y al fin, en aras de la salud estomacal, nos estacionamos en una Pizza Hutt, creyendo que en Honduras se respetaban las estrictas normas de las franquicias internacionales. Craso error: largo rato después, el mesero admitió sin vergüenza alguna que se le habían quemado los panecillos de la entrada, y a continuación nos sirvió impunemente unos ravioles con la salsa más infame del mundo. Nos resignamos y después de pagar, nos dedicamos a vagar por los alrededores.

Susana compró un bikini en una tienda cercana. Luego pasamos a un supermercado a comprar crema para peinar y repelente, y después buscamos una librería, pero las pocas abiertas eran en realidad papelerías. Uno de los changarros presentaba el rótulo de “abierto” a pesar de que estaba cerrado a piedra y lodo con una gruesa cadena y un impresionante candado, lo cual constituyó uno de los peores casos de disonancia cognoscitiva que he sufrido nunca.

A todo esto, un taxista al que le preguntamos adónde podíamos encontrar una librería dio varias vueltas guiándonos en aquel periplo inútil. Por fin, ya cansada, le dije a Susana que paráramos un taxi y buscáramos un mall. Así lo hicimos y nos llevó por toda la avenida de los Próceres hasta el anillo de Circunvalación que nos condujo al City Mall. Yo ansiaba rehidratarme luego de tanto sol de plomo y me tomé el jugo de naranja más ácido de mi vida en un establecimiento en la planta baja.

El City Mall de San Pedro Sula tiene tres pisos de tiendas y dos estacionamientos subterráneos. En el tercer piso hay también una cadena de cines. Es caótico y ruidoso, como la mayoría de edificios comerciales de Centroamérica, y está diseñado para que resulte muy fácil perderse y muy difícil salir de él: es decir, una flor carnívora perfecta para capturar compradores que polinicen con su consumo la economía. Un amable parroquiano que disfrutaba del aire acondicionado sentado ante una mesa mientras veía pasar a la gente nos indicó la existencia de una librería en el edificio. En efecto, se trataba de Metronova, un establecimiento donde compré un ejemplar de “Las diosas de cada mujer”, de Jean Shinoda Bolen.

Metronova es pequeña en comparación con la mayoría de las librerías de El Salvador, y tan poco variada como ellas, pero al menos era mucho mejor que los establecimientos del centro de San Pedro Sula. Continuamos caminando durante largo rato, explorando el edificio. Yo compré un par de sandalias de fibra de coco y una dotación de brasieres Lovable, que son lo mejor que tiene Honduras, y al final cenamos en Tony Roma’s para desquitarnos de la gran hambreada y del mal sabor que nos dejó la Pizza Hutt.

Regresamos al Bolívar, nos pusimos los trajes de baño y nos metimos a la piscina. El agua era tan tibia que aquello más parecía una tina, pero al menos logramos relajarnos y borrar en parte la fatiga del día… hasta que hizo su aparición de nuevo el omnipresente machismo hondureño en la persona de tres bichos que se zamparon al agua y ahí se acabó la paz. Susana no quería mojarse el pelo y ellos no hacían más que salpicar con la idea de llamar la atención, de modo que nos salimos y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente salimos a desayunar y cerca del parque central encontramos un Expresso Americano, que es la cadena de cafés más grande de Honduras. El café es bueno y lo acompañamos con la lectura de unos periódicos que nos hicieron ver la conveniencia de viajar a Tela lo más temprano posible, porque todo, absolutamente TODO, se estaba llenando a tope con los veraneantes que salían esa mañana en plena estampida hacia la costa.

Nos apresuramos a dejar el hotel y a tomar un taxi hacia la Terminal. Y ahí nos topamos con el taxista más antipático del mundo. No quedó conforme con el regateo, fijado el precio final en 80 lempiras, y ese fue el principio del problema. Nos hizo miserable todo el trayecto y nos dejó aventadas en la acera, de donde tuvimos que remar y cargar las maletas como doscientos metros hasta la Terminal de Hedman Alas. El bus para Tela y La Ceiba salía a las once, así que aprovechamos el tiempo, y el aire acondicionado de la oficina, para que Susana viera su correo electrónico y yo adelantara en mi lectura.

Abordamos puntuales. La vigilanta del detector de metales, una morena grande como un armario, me miró sorprendida cuando le dije que era probable que el detector chillara como chancho en rastro porque tenía una válvula de acero y plástico alojada en el tórax. “¿En el corazón?” inquirió, incrédula. Asentí. “A mí me han dicho que me tienen que operar”, admitió inesperadamente. “¿La válvula mitral?” pregunté. Ella asintió y compartimos detalles de nuestros respectivos tratamientos. “Opérese”, le aconsejé. “Mi mamá vivió 35 años con su válvula”. Ella me miró dubitativa mientras me despedía.

Tan pronto nos sentamos en el interior del bus, un joven sobrecargo nos ofreció un mapa de Honduras, jugos y galletas. Guardé los míos en el bolso de mano. La película era una de esas de Steven Segal. Suspiré. Con lo que a mí me gusta la gente que se agarra a las patadas… Resignada, Susana se sumergió en el sueño. Yo me refugié en el libro de Pérez de Antón, que me resultó conmovedor, entre otras cosas, porque en la página 207 apareció Florentino Fernández, el Sapito, el marido de mi querida amiga Dina Posada, y de vez en cuando dejé vagar mi vista por el camino. Ahí comprendí la expresión de Roque Dalton en el “Poema de amor”: “el infierno de las bananeras”. Debía de hacer al menos 40 grados allá afuera.

Si el panorama del trayecto desde El Poy hasta San Pedro Sula discurría por paisajes pelones y caseríos polvorientos salidos de la Comala de Rulfo, entreverados con pinares excelsos, todo sea dicho en nombre de la verdad, el paisaje entre San Pedro y Tela debe de ser la versión local del Macondo de García Márquez. Aquí y allá aparecían casas con techos de zinc a dos aguas, levantadas sobre pilotes de un metro de alto.

El bus nos abandonó sobre el asfalto candente de Tela. Tomamos un taxi hasta el hotel que habíamos escogido y a medida que el vehículo atravesó la ciudad a mí se me fue encogiendo el corazón en un terrible desencanto. Aquello era la peor mezcla de Soyapango y el Bronx que he visto en la vida. Para colmo, cuando llegamos al hotel, resultó que la tarifa anunciada había subido en más de un 25% debido a la “temporada alta”. Y cuando tomé un tanto arbitrariamente la decisión de no hospedarnos ahí, el taxi ya se había marchado. Esa vez el taxista había llevado, además de nosotras, a otras dos personas.

Comencé a cargar el equipaje pero a la cuadra ya sabía que me era imposible continuar. El corazón se me salía por la boca. Encontramos otro taxi que nos llevó y finalmente, luego de muchas vueltas, durante las cuales llegamos a la conclusión de que todo mundo se había vuelto loco en Tela, a juzgar por los precios que alcanzaban los hoteles, acabamos sentadas en un par de sillas de hierro y bajo una sombrilla de jardín enfrente de la bahía. Almorzamos sendos filetes de pescado. Susana fue a cambiarse y se bañó en el mar mientras yo seguía leyendo la historia del Pollo Campero.

La magnificencia de la playa era imposible de apreciar en medio de aquella multitud. Las muchedumbres de cualquier color nunca han gozado de mis simpatías, y menos aquella masa empobrecida que se cocía en su propio jugo bajo un sol de justicia que nos masacraba democráticamente desde el zenit. Me tomé mi cerveza y me acabé la de Susana antes de que las dos Corona terminaran convertidas en sopa. Como a la hora regresó acompañada de una niña que se ofreció a trenzarnos el cabello en una imitación del peinado de las negras garífunas. Acepté y seguí leyendo mientras la niña me atormentaba a conciencia.

Otro tanto hizo con Susana y el tiempo avanzó inexorablemente hacia las cuatro de la tarde, hora en que el último taxista nos había dicho que partía el bus hacia San Pedro. Quedarnos en Tela habría significado dormir en la playa, cosa que ninguna de las dos juzgamos sensata. De modo que poco antes de las cuatro volvimos a recorrer el trayecto hacia Hedman Alas donde nos aclararon que el bus salía a las seis. Pagamos el importe, dejamos las maletas e hicimos el último intento de reconciliarnos con Tela en un recorrido postrero, pero ni las infelices ventas de artesanías, ni el paso por un sector de la ciudad menos lumpen y más bonitillo mejoraron mi pobre opinión.

Dejamos atrás Tela sin dolor de mi parte, y seguimos camino bendecidas por el aire acondicionado del bus. Para entonces había concluido mi lectura del libro de Pérez de Antón y tomé el ejemplar de “El reino del caimito” de Derek Walcott que la Susana le había robado a alguien. A pesar de la letra microscópica, a la luz de los últimos rayos de sol de aquel martes santo, al fin encontré aquella parte, mi favorita, que dice:

“Where is my rest place, Jesus? Where is my harbor?
Where is the pillow I will not have to pay for,
and the window I can look from that frames my life?...

I had no nation now but the imagination…”
Poco después la lectura se volvió del todo imposible, cerré el libro y mientras nos hundíamos en la noche, la pantalla del DVD comenzó a vomitar las imágenes horrendas de “Apocalypto”, que me negué a ver. Me concentré en lo poco del camino que la oscuridad me permitía ver, mientras llegaba a la fácil conclusión de que el viaje había sido hasta entonces, y seguiría siendo en los días por venir, una frustración mayúscula.

Arribamos a San Pedro Sula alrededor de las ocho de la noche. Nos tocó entonces otro taxista antipático que nos condujo a un hotel contiguo al City Mall. Pagamos esa noche y la siguiente. Una en efectivo y la otra con tarjeta de crédito. Luego caminamos hasta el centro comercial y en el Food Court encontramos un changarro que vendía ensaladas. Nos hartamos un huacal de lechuga que ni con todos nuestros esfuerzos conseguimos terminar y nos regresamos al hotel.

Me di una ducha y luego me sumergí en la lectura de “La reina roja”, una crónica del descubrimiento de la tumba de una mujer maya en el templo XIII de Palenque, hasta que el sueño pudo más y me descalificó por nocaut.

Me desperté antes que Susana. Me di una ducha y me vestí. Fuimos al Mall en busca de un cibercafé, donde logré ver mis correos, desayunamos en un lugar donde ofrecían comida casera, cosa al parecer exótica en un centro comercial, y luego conseguimos otro taxi para intentar ver los dos museos de San Pedro. Pero ambos estaban cerrados, así que le pedimos al taxista, que esta vez sí era un hombre razonable y decente, que nos dejara en Multiplaza.

La versión sampedrana de este engendro comercial es distinta de la de San Salvador y mucho más antigua: tiene diez años de existencia y se le notan por todos lados. Es pequeña, estrecha y menos interesante que cualquier otro centro comercial que yo haya visto. Después de una discusión bizantina con una mujer que vendía pescado en un changarro minúsculo, optamos por compartir una ensalada de frutas antes de buscar sin éxito un cajero automático. Marchamos entonces con dirección al City Mall. Lo único bueno de Multiplaza fue la tienda Imaginarium, que por cierto cerró hace ya meses en Metrocentro y Galerías, en El Salvador, donde compramos algunos regalos para nuestros hijos.

Caminamos bajo el plomo derretido de la una de la tarde hasta el City Mall y luego de intentar infructuosamente cambiar dólares en el hotel, regresamos al centro comercial y logramos sacar lempiras de un cajero automático. Almorzamos y leímos, antes de seguir recorriendo los mismos tres pisos. Tuvimos tiempo de echarnos sendos cafés en una sucursal de The Coffee Cup y de revisar los cines. Pero no había ninguna película que nos llamara la atención. Cenamos en un lugar que se llama Applebee’s. Jamás había oído hablar de esta franquicia, y antes de entrar me imaginaba que sólo vendían pastel de manzana y postres.

Me llevé la sorpresa de encontrarme con carnes, ensaladas, pastas y, especialmente, una de las cosas que más extraño de la Pizza Hutt: el dip de espinacas y alcachofas que descontinuaron hace dos años. Susana quedó encantada con su sopa de brócoli, y si el aderezo de la ensalada y el arroz no hubieran estado tan salados, la cena habría sido perfecta. Mejor que el Tony Roma’s.

Nos regresamos al hotel, leímos un rato y nos dormimos. Al día siguiente el reloj sonó a las cinco y tuvimos que bañarnos, vestirnos y cerrar las maletas a las volandas para tomar el bus de regreso a las 7 en la Terminal. El taxista de ese día fue, por mucho, el mejor de todos. Se llama Mauricio y no sólo nos hizo una tarifa justa, sino que nos dejó lo más cerca posible de la salida de King Quality.

En el trayecto de regreso lo más lamentable fue el sobrecargo, que jamás atendió a nuestros pedidos de que apagara el aire acondicionado. Honduras había sido invadida por el frente frío que anunciaron las noticias y amaneció cubierta por un banco de niebla. El bus avanzaba por un paisaje envuelto en algodones. Pero el sujeto ni se enteró. La película fue otro par de bodrios: primero una de Eddie Murphy, una pesadilla titulada “Norbit”, y luego un engendro llamado “El castigador”, con un protagonista desconocido y la mujer de John Stamos, Rebecca Romijn: una de esas cintas de doce muertos por minuto en las que llueven galones de sangre artificial y John Travolta sale de malo.

Llegamos a San Salvador y fuimos a almorzar, al borde de la inanición, al Pollo Campero de la Autopista Sur. Yo me quedé con mis trencitas, con la frustración de que Honduras sea un país aún más subdesarrollado que el nuestro y con una idea fija: la próxima vez mejor me voy a Chiapas. Tan mal estuvo. Lo único bueno fue la amistad de Susana, los libros y cambiar de ambiente. Así de desesperada estaba por salir de San Salvador.

Otro soneto...

Estoy en el rincón donde remansa
sus afanes y prisas cada tarde.
Oasis fiel donde mi fiebre arde,
mientras el día hacia el ocaso avanza.

En mi copa la móvil luz descansa,
dulce licor que al labio cruel aguarde
para aplacar el miedo que, cobarde,
alimente el camino y la esperanza.

En ese pozo en que la sed halago
las horas largas de mi plazo cuento
y al tiempo que me muerde satisfago,

mientras la noche va, con paso lento,
a sepultar la llama en la que embriago
el polvo herido que disperse el viento.

23 de enero 2009