Monday, October 16, 2006

El rostro en el espejo, Capítulo 1

...La vegetación avanzaba.
No se sentía su movimiento.
Rumoroso y caliente andar de los frijolares,
de los ayotales,
de las plantas rastreadoras,
de las filas de chinches doradas,
de las hormigas arrieras,
de los saltamontes con alas de agua..
La vegetación avanzaba...

Miguel Ángel Asturias
Los brujos de la tormenta primaveral


1

La casa era una mole oscura levantada en un recodo del camino cubierto de polvo, al lado de una fuente pretérita, que alguna vez tuvo agua cristalina, pero que en ese momento estaba llena de un limo espeso, apelmazado en el fondo y cubierto por la maraña de una enredadera espinosa.

La hiedra escalaba los muros, envolviéndolos en una capa cárdena. El terreno y la casa mostraban los indicios de haber estado abandonados durante al menos un siglo, como el castillo de la Bella Durmiente.

Abrí la verja de hierro, roja de tanta herrumbre, que giró chirriando como un animal herido, y entré al terreno. De inmediato, una sensación opresiva me invadió, como un ahogo, como si entrara a un reino extranjero donde hubieran asentado su dominio las sombras.

Acongojada, crucé el pequeño jardín, con su rosaleda marchita, recorrí el breve sendero y llegué ante la casa. Los últimos tablones semipodridos colgaban de las bisagras oxidadas. Entré a la sala y encendí mi linterna para orientarme entre la penumbra y las telarañas. Una sensación viscosa pasó por mi cuello y acarició, leve, mi mejilla. Me estremecí y dejé caer la linterna, al tiempo que miles de murciélagos salieron volando por el hueco de la puerta, espantados por mi presencia.

El estado de ruina era tan profundo que tardé varias horas en medir la enormidad del desamparo. También me percaté de la increíble osadía del paso que acababa de dar al decidir quedarme con la casa. Pero tal vez precisamente por la enormidad del reto, o por puro espíritu de contradicción, estaba decidida a establecerme en aquel lugar.

Era un desatino evidente. Había recibido una carta, en medio del caos que en ese momento era mi vida, anunciándome que debía recibir una herencia en un remoto país, del que sólo sabía que era el origen lejano de mi madre, pero al que no me unía ningún lazo particular, con el agravante de que en aquel momento ese lugar atravesaba una guerra civil. Sin embargo, yo vivía entonces a merced del corazón, y fue con él que tomé la decisión de quedarme.

Me había decidido a hacer el viaje en parte para no pensar en mis problemas, en parte por curiosidad: quería saber en qué consistía la herencia. El albacea, un abogado jovencito, rubio y sonrosado como un bebé, recién graduado por más señas, me había aconsejado vender la casa enseguida: —No vale gran cosa —me dijo—. El terreno sí es valioso por su cercanía a la calle. Pero la casa es una ruina... —aclaró, demasiado servicial—.

Sólo por el placer malsano de llevarle la contraria me empeñé en conocerla. Pero el abogado no quiso acompañarme. E, incluso, creí percibir un breve relámpago de miedo cuando le sugerí que fuera conmigo, de modo que me aventuré por cuenta propia.

Y así fue como llegué a aquel lugar en medio de la nada, a espantar murciélagos con la espada de luz de la linterna. De algún modo, y a pesar de saber que sería necesario un trabajo titánico para arrancarla de su marasmo, la casa logró tocar alguna fibra oculta en el fondo de mi propio corazón, y me llamó con una voz que no acertaba a reconocer; pero que de alguna manera presentía como propia. Algo en mí parecía entenderla, si no con el pensamiento, tal vez con una memoria más antigua que mis propios huesos. Algo hubo en ella que me llamó, no sé desde dónde, ni desde cuándo, pero con seguridad de muy lejos, o de mucho antes, y supe que la única respuesta válida era quedarme.

No olvidaré la cara de asombro, o de susto, del albacea cuando se lo comuniqué; ni la otra, igual, que puso cuando pagué sin un suspiro de lástima los impuestos de sucesión, que eran exorbitantes. En su expresión leí con claridad lo que pensaba: “Esta mujer está loca”. Fue la última vez que lo vi, de modo que no sé qué cara habría puesto al ver lo mucho que trabajamos, los albañiles y yo, durante varias semanas, por volver habitable aquel espacio, al parecer gobernado por algo mucho mayor y más aterrador y poderoso que nuestras propias fuerzas.

En realidad, fue una serie de albañiles, porque a los primeros dos, que sólo duraron un día, siguieron al menos una docena. Todos terminaban yéndose, cuando se percataban de lo sucedido: como en la historia de Penélope, la casa deshacía por la noche todo lo que construíamos durante el día.

Si ellos, a punta de machete, habían despojado a la gran pila de su coraza de enredaderas espinosas, al otro día la encontrábamos cubierta de nuevo por un manto florido de zarzamoras, con las primeras frutas comenzando a aparecer.

Al final, los dos últimos albañiles, un par de mocetones morenos, altos y fuertes como las ceibas, gemelos idénticos, e indígenas por más señas, me aconsejaron llamar a su Tata, que resultó ser un anciano arrugado como la corteza de un árbol antiguo. Se presentó un día, antes del amanecer, llenó el aire tenso y azul con sus sahumerios perfumados y con el ruido ritual de las calabazas de morro, y aplacó la furia vengadora de las zarzas, que admitieron por primera vez la disciplina tajante del machete.

Entró en la casa regando puñados de ceniza, resucitando oraciones en su lengua y sembrando hebras de humo ritual por los rincones, hasta que los murciélagos huyeron espantados para siempre, no sé si por las oraciones perentorias o por las emanaciones fulminantes. A mí me impresionó su autoridad rotunda y su aire silvestre: Parecía un árbol que tuviera la capacidad de andar.

Lo que me dejó más perpleja fue el final del extraño exorcismo. Una vez fuera de la casa, el anciano se inclinó profundamente ante mí, hasta casi tocar el polvo con la frente, y dijo algo en su lengua. Luego se marchó como había venido, sin despedirse, y sin siquiera molestarse en mirar hacia atrás.

Cuando pregunté a los gemelos por el sentido de sus extrañas palabras, sólo acertaron a decirme que su Tata decía que yo era una mujer muy valiente, porque estaba destinada a habitar “en el reino de las sombras”, y que no sólo había asumido mi destino, sino que lo estaba haciendo con plena aceptación. No supe qué decir. No sabía hasta qué punto esa revelación era un vaticinio fatal. Sumergida en el intenso afán de esos días, sencillamente la olvidé.

Los gemelos, con la completa aquiescencia del Tata, que era su abuelo, me ayudaron a continuar con la labor ímproba de adecentar la casa. Hubo que someterla a la acción reparadora de cumas, tijeras, alicates, martillos, cinceles, serruchos, azadones, cucharas de albañil, cepillos, papel de lija, picos, palas, brochas, hasta irla viendo aparecer, resucitada en medio de una nube de cemento, yeso y cal.

Las ventanas tuertas fueron cuidadosamente restañadas con nuevos vidrios, y las puertas cholcas sustituidas por otras, olorosas a cedro y a barniz. Cuando la vi, recién nacida y fresca, como una rosa nueva, hasta yo misma me sorprendí de su belleza.

Entonces, sorda, profunda, comenzó la rebelión de los insectos y otras alimañas. Atraídas por el olor de la limpieza, o por quién sabe qué designio fatal, encontraba a las hormigas congregadas debajo de los platos, a las lombrices enrolladas como yaguales invernando tras los muebles, a los alacranes durmiendo la siesta bajo las almohadas, a las larvas de los mosquitos retorciéndose en los tragos de agua retenidos y a los sapos croando su canción torrencial por los rincones. Por la noche despertaba en la oscuridad escuchando el rumor intenso de la carcoma que saboreaba la madera nueva y que dejaba los pisos llenos de un polvo insidioso y febril.

El Tata tuvo que realizar un segundo exorcismo cuando todas las compañías exterminadoras se dieron por vencidas ante la voraz insistencia de los seres pequeños. Trazó un doble círculo de tabaco molido en torno a la casa, conminando a las alimañas a quedarse fuera de los dominios que, establecidos por su propio e incomprensible poder, me pertenecían totalmente. O al menos, eso creía yo. Al final, bendijo mis manos con el tabaco sobrante. E igual que la vez anterior, se fue sin despedirse.

También esta vez los seres extraños que habitaban la casa lo obedecieron. Y por un momento, pare ció que las cosas iban a desenvolverse bien, hasta que comenzó, silenciosa y enloquecedora, la rebelión de los objetos: Dejaba la azucarera en la alacena y me la encontraba en el fondo del baúl de la ropa blanca. Ponía a secar las servilletas en la cuerda colgada en el balcón, y me saludaban, secas, planchadas y dobladas con toda delicadeza, sobre la mesa del centro de la sala. Colocaba los lentes sobre la mesita de noche, a un lado del último libro, y aparecían dentro del congelador. Rotos, por supuesto.

Volvió el Tata. Esta vez con el agua del manantial, bendita a fuerza de danzas y largos cantos monótonos, y regó con abluciones sagradas los cuatro puntos cardinales, el cielo, la tierra, lo cerca y lo junto, hasta que los objetos escucharon la amenaza del libro antiguo, y cesó su venganza.

Por último, el anciano bendijo mi frente con el resto del agua que quedaba en su huacal de morro, me miró largamente, con la mirada con la que se bañan las estrellas en el fondo de los pozos; la misma que ocupan para lavarse mutuamente la madre y el hijo recién nacido; con la que se reconocen, después de muchas vidas, los afectos perdidos, y se marchó de nuevo.

Entonces, lentamente, comencé a darme cuenta de que, por fin, la casa me aceptaba.

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