Monday, February 09, 2009

NO FUE UN BUEN DÍA...

Todo es mentira: espuma que en la playa
desordena y revuelve sus encajes.
Cambia la burla rostros y ropajes,
pero siempre su risa vil estalla.

El tigre exhibe la postrera raya
en la piel veterana en estos gajes.
Por la espalda nos hieren los oleajes
de la perfidia en sórdida batalla.

Erosionan la fe la cruel constancia
y el afán con que dejan los baldones
caer su filo airado y homicida.

Cultívame la calma y la distancia,
indiferencia con que a diario pones
algo de paz sobre mi ruta herida.

Viaje de Cronopias al Corazón de Honduras

Una crónica del viaje que hicimos con Susana Reyes a San Pedro Sula y Tela en Semana Santa de 2008

Viaje de cronopias al corazón de Honduras

El despertador sonó a las cinco en punto (tal vez antes, porque me acostumbré a vivir con el reloj adelantado en época de clases, no sea que Juancisco llegue tarde) y de inmediato agarré el celular y llamé a Susana, mi compañera en aquel viaje. No quería que fuera ella quien llamara justo cuando yo estuviera bajo la ducha. Me contestó con voz despierta. Después me metí bajo la cortina de agua sin mojarme el pelo y luego de un baño rápido, me vestí, guardé las últimas cosas en la maleta y bajé. Encendí la computadora, me hice un café rápido y repasé el correo antes de que Susana llamara diciendo que iba en camino.

Me despedí de todos los durmientes, saqué la maleta (un bolsón de tela chapina roja y cuero que compré en el último viaje a Copán y que iba medio vacío) y el bolso de mano (enorme y utilísimo, una bolsa de Zara que ha sido una de mis mejores compras de todos los tiempos), apagué las luces y cerré la puerta. Susana me esperaba a la entrada de la colonia a bordo de su inseparable “Gatimóvil”: un datsun de la época en que mis hijos no habían nacido. Abordé y pasamos a un cajero a retirar efectivo. Apenas aclaraba pero ya el calor era sofocante.

Llegamos a Puertobús y en el mostrador el sádico del empleado nos informó que sólo había un lugar libre. Curiosamente, nuestra actitud fue solidaria: o viajábamos las dos o no viajaba ninguna. Sin embargo, aquel hombre nos haría esperar hasta el último minuto antes de elucidar cuántos viajeros habían faltado y si nos podía vender los dos pasajes. Yo le dije entre tanto a Susana que si nos tocaba cancelar el viaje a Honduras, podíamos irnos de perdida a Guate, aunque la perspectiva no me alegraba, la verdad, y tampoco a ella. Y me aseguré de que el hombre me escuchara decirlo.

Como sea, a las siete estábamos las dos encaramadas en el bus y rodando hacia la parte oriente de la ciudad. Pensé que el bus enfilaría por la carretera nueva, pero no, se metió a la Troncal del Norte, aunque a esas horas no estaba tan caótica como acostumbra. Aún así el viaje hasta la frontera de El Poy se me antojó lentísimo. No me di cuenta a qué horas pasamos por el puente Colima. Nos dieron un croissant y un jugo de caja que estaban un poquito mejor de lo que yo temía pero que caían siempre en la categoría de “comida de cartón” tan frecuente en los viajes.

Yo deliraba por un café. Antes de mi dosis mañanera de cafeína siempre me encuentro en estado comatoso y aquel día no fue la excepción. Pero hasta que llegamos a la frontera, el sobrecargo no nos ofreció el ansiado café. Me imagino que para evitar que con el movimiento se produjeran inesperadas e indeseables quemaduras. Tampoco estaba demasiado caliente, la verdad, pero era café y eso me salvó la cordura.

Nunca supe bien la razón, pero en la frontera nos detuvieron durante largo rato. Para entonces ya habíamos padecido la primera película: un bodrio titulado “Locos de amor”, o algo así, que Susana ignoró olímpicamente sumergiéndose en un sueño de seguro bienhechor y que yo eludí con mi tejido. A esa película siguió “The devil wears Prada”, una película perfectamente olvidable a pesar de la intervención de Meryl Streep. Para entonces el bus había avanzado mucho por el quebrado relieve hondureño y dejamos atrás La Entrada y Santa Rosa de Copán, lugares que ya había visto en viajes previos.

La siguiente película fue “Ratatouille”, pero para entonces yo estaba más que harta, dejé el tejido y comencé a leer uno de los libros que llevaba: “Memorial de cocinas y batallas”, de Francisco Pérez de Antón, donde cuenta los avatares fundacionales del Pollo Campero. La película terminó y todavía soportamos las primeras secuencias de “Eragon” antes de llegar a las 2:30 pm a la Terminal de buses de San Pedro Sula.

Tuve que interrumpir esa lectura que en las siguientes horas me llevaría por una verdadera montaña rusa emocional, de la risa a las lágrimas y de vuelta a la risa, para descender del bus y recoger las maletas. El sobrecargo nos las entregó y me dijo proféticamente: “Bienvenidas a este infierno”. En efecto: la temperatura del aire debía de estar peligrosamente cerca de los cuarenta grados. Con dificultad y resignación arrastramos el equipaje dentro de la Terminal y buscamos un cibercafé porque a mí se me olvidó en qué hotel había hecho la reserva.

Aunque encontramos la dirección, decidimos que estaba demasiado lejos del centro y buscamos otro. Cuando tomamos la decisión final a favor del Hotel Bolívar, buscamos un taxi y regateamos el precio del servicio que al fin quedó en 60 lempiras por las dos. El chofer no estaba conforme, ya que nos quería cobrar diez más, pero al fin cedió, no sin endosarnos otro pasajero, práctica por desdicha muy común en Honduras, como comprobaríamos en los días siguientes.

La cosa no merecería ni un recuerdo si no fuera porque el pasajero de marras estaba en un avanzado proceso de alcoholización y se dio a la tarea, al parecer también muy común entre los hombres hondureños, de demostrar que se consideraba irresistible. Susana y yo adoptamos la actitud más indiferente que pudimos y me saqué uno de mis palitos chinos con los que me sujeto el pelo, a fin de usarlo, llegado el caso, como arma de defensa si el tipo decidía pasar a mayores. Menos mal que eso no ocurrió, que el individuo se bajó varias cuadras antes del final del trayecto y que llegamos al Hotel Bolívar sanas y salvas.

No es un hotel nuevo. Debe de haber sido construido en los años 60, tiene tres pisos, además de la planta baja, y un ascensor tan viejo y traqueteado como los del primer edificio del ISSS en San Salvador. Pero es un hotel limpio, céntrico y, al menos en esta temporada, no tan caro, lo cual lo hizo muy conveniente para nosotras.

Nomás llegar a la habitación, el botones encendió el aire acondicionado. Dejamos las maletas y decidimos ir a buscar donde almorzar. Caminamos por unas calles que parecían bañadas por aquello que dice la canción de Mercedes Sosa: “Calcina el monte/un sol de fuego/María va…”.

Desistimos de quedarnos en un antro chino donde el ambiente era tan calamitoso como la comida, y al fin, en aras de la salud estomacal, nos estacionamos en una Pizza Hutt, creyendo que en Honduras se respetaban las estrictas normas de las franquicias internacionales. Craso error: largo rato después, el mesero admitió sin vergüenza alguna que se le habían quemado los panecillos de la entrada, y a continuación nos sirvió impunemente unos ravioles con la salsa más infame del mundo. Nos resignamos y después de pagar, nos dedicamos a vagar por los alrededores.

Susana compró un bikini en una tienda cercana. Luego pasamos a un supermercado a comprar crema para peinar y repelente, y después buscamos una librería, pero las pocas abiertas eran en realidad papelerías. Uno de los changarros presentaba el rótulo de “abierto” a pesar de que estaba cerrado a piedra y lodo con una gruesa cadena y un impresionante candado, lo cual constituyó uno de los peores casos de disonancia cognoscitiva que he sufrido nunca.

A todo esto, un taxista al que le preguntamos adónde podíamos encontrar una librería dio varias vueltas guiándonos en aquel periplo inútil. Por fin, ya cansada, le dije a Susana que paráramos un taxi y buscáramos un mall. Así lo hicimos y nos llevó por toda la avenida de los Próceres hasta el anillo de Circunvalación que nos condujo al City Mall. Yo ansiaba rehidratarme luego de tanto sol de plomo y me tomé el jugo de naranja más ácido de mi vida en un establecimiento en la planta baja.

El City Mall de San Pedro Sula tiene tres pisos de tiendas y dos estacionamientos subterráneos. En el tercer piso hay también una cadena de cines. Es caótico y ruidoso, como la mayoría de edificios comerciales de Centroamérica, y está diseñado para que resulte muy fácil perderse y muy difícil salir de él: es decir, una flor carnívora perfecta para capturar compradores que polinicen con su consumo la economía. Un amable parroquiano que disfrutaba del aire acondicionado sentado ante una mesa mientras veía pasar a la gente nos indicó la existencia de una librería en el edificio. En efecto, se trataba de Metronova, un establecimiento donde compré un ejemplar de “Las diosas de cada mujer”, de Jean Shinoda Bolen.

Metronova es pequeña en comparación con la mayoría de las librerías de El Salvador, y tan poco variada como ellas, pero al menos era mucho mejor que los establecimientos del centro de San Pedro Sula. Continuamos caminando durante largo rato, explorando el edificio. Yo compré un par de sandalias de fibra de coco y una dotación de brasieres Lovable, que son lo mejor que tiene Honduras, y al final cenamos en Tony Roma’s para desquitarnos de la gran hambreada y del mal sabor que nos dejó la Pizza Hutt.

Regresamos al Bolívar, nos pusimos los trajes de baño y nos metimos a la piscina. El agua era tan tibia que aquello más parecía una tina, pero al menos logramos relajarnos y borrar en parte la fatiga del día… hasta que hizo su aparición de nuevo el omnipresente machismo hondureño en la persona de tres bichos que se zamparon al agua y ahí se acabó la paz. Susana no quería mojarse el pelo y ellos no hacían más que salpicar con la idea de llamar la atención, de modo que nos salimos y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente salimos a desayunar y cerca del parque central encontramos un Expresso Americano, que es la cadena de cafés más grande de Honduras. El café es bueno y lo acompañamos con la lectura de unos periódicos que nos hicieron ver la conveniencia de viajar a Tela lo más temprano posible, porque todo, absolutamente TODO, se estaba llenando a tope con los veraneantes que salían esa mañana en plena estampida hacia la costa.

Nos apresuramos a dejar el hotel y a tomar un taxi hacia la Terminal. Y ahí nos topamos con el taxista más antipático del mundo. No quedó conforme con el regateo, fijado el precio final en 80 lempiras, y ese fue el principio del problema. Nos hizo miserable todo el trayecto y nos dejó aventadas en la acera, de donde tuvimos que remar y cargar las maletas como doscientos metros hasta la Terminal de Hedman Alas. El bus para Tela y La Ceiba salía a las once, así que aprovechamos el tiempo, y el aire acondicionado de la oficina, para que Susana viera su correo electrónico y yo adelantara en mi lectura.

Abordamos puntuales. La vigilanta del detector de metales, una morena grande como un armario, me miró sorprendida cuando le dije que era probable que el detector chillara como chancho en rastro porque tenía una válvula de acero y plástico alojada en el tórax. “¿En el corazón?” inquirió, incrédula. Asentí. “A mí me han dicho que me tienen que operar”, admitió inesperadamente. “¿La válvula mitral?” pregunté. Ella asintió y compartimos detalles de nuestros respectivos tratamientos. “Opérese”, le aconsejé. “Mi mamá vivió 35 años con su válvula”. Ella me miró dubitativa mientras me despedía.

Tan pronto nos sentamos en el interior del bus, un joven sobrecargo nos ofreció un mapa de Honduras, jugos y galletas. Guardé los míos en el bolso de mano. La película era una de esas de Steven Segal. Suspiré. Con lo que a mí me gusta la gente que se agarra a las patadas… Resignada, Susana se sumergió en el sueño. Yo me refugié en el libro de Pérez de Antón, que me resultó conmovedor, entre otras cosas, porque en la página 207 apareció Florentino Fernández, el Sapito, el marido de mi querida amiga Dina Posada, y de vez en cuando dejé vagar mi vista por el camino. Ahí comprendí la expresión de Roque Dalton en el “Poema de amor”: “el infierno de las bananeras”. Debía de hacer al menos 40 grados allá afuera.

Si el panorama del trayecto desde El Poy hasta San Pedro Sula discurría por paisajes pelones y caseríos polvorientos salidos de la Comala de Rulfo, entreverados con pinares excelsos, todo sea dicho en nombre de la verdad, el paisaje entre San Pedro y Tela debe de ser la versión local del Macondo de García Márquez. Aquí y allá aparecían casas con techos de zinc a dos aguas, levantadas sobre pilotes de un metro de alto.

El bus nos abandonó sobre el asfalto candente de Tela. Tomamos un taxi hasta el hotel que habíamos escogido y a medida que el vehículo atravesó la ciudad a mí se me fue encogiendo el corazón en un terrible desencanto. Aquello era la peor mezcla de Soyapango y el Bronx que he visto en la vida. Para colmo, cuando llegamos al hotel, resultó que la tarifa anunciada había subido en más de un 25% debido a la “temporada alta”. Y cuando tomé un tanto arbitrariamente la decisión de no hospedarnos ahí, el taxi ya se había marchado. Esa vez el taxista había llevado, además de nosotras, a otras dos personas.

Comencé a cargar el equipaje pero a la cuadra ya sabía que me era imposible continuar. El corazón se me salía por la boca. Encontramos otro taxi que nos llevó y finalmente, luego de muchas vueltas, durante las cuales llegamos a la conclusión de que todo mundo se había vuelto loco en Tela, a juzgar por los precios que alcanzaban los hoteles, acabamos sentadas en un par de sillas de hierro y bajo una sombrilla de jardín enfrente de la bahía. Almorzamos sendos filetes de pescado. Susana fue a cambiarse y se bañó en el mar mientras yo seguía leyendo la historia del Pollo Campero.

La magnificencia de la playa era imposible de apreciar en medio de aquella multitud. Las muchedumbres de cualquier color nunca han gozado de mis simpatías, y menos aquella masa empobrecida que se cocía en su propio jugo bajo un sol de justicia que nos masacraba democráticamente desde el zenit. Me tomé mi cerveza y me acabé la de Susana antes de que las dos Corona terminaran convertidas en sopa. Como a la hora regresó acompañada de una niña que se ofreció a trenzarnos el cabello en una imitación del peinado de las negras garífunas. Acepté y seguí leyendo mientras la niña me atormentaba a conciencia.

Otro tanto hizo con Susana y el tiempo avanzó inexorablemente hacia las cuatro de la tarde, hora en que el último taxista nos había dicho que partía el bus hacia San Pedro. Quedarnos en Tela habría significado dormir en la playa, cosa que ninguna de las dos juzgamos sensata. De modo que poco antes de las cuatro volvimos a recorrer el trayecto hacia Hedman Alas donde nos aclararon que el bus salía a las seis. Pagamos el importe, dejamos las maletas e hicimos el último intento de reconciliarnos con Tela en un recorrido postrero, pero ni las infelices ventas de artesanías, ni el paso por un sector de la ciudad menos lumpen y más bonitillo mejoraron mi pobre opinión.

Dejamos atrás Tela sin dolor de mi parte, y seguimos camino bendecidas por el aire acondicionado del bus. Para entonces había concluido mi lectura del libro de Pérez de Antón y tomé el ejemplar de “El reino del caimito” de Derek Walcott que la Susana le había robado a alguien. A pesar de la letra microscópica, a la luz de los últimos rayos de sol de aquel martes santo, al fin encontré aquella parte, mi favorita, que dice:

“Where is my rest place, Jesus? Where is my harbor?
Where is the pillow I will not have to pay for,
and the window I can look from that frames my life?...

I had no nation now but the imagination…”
Poco después la lectura se volvió del todo imposible, cerré el libro y mientras nos hundíamos en la noche, la pantalla del DVD comenzó a vomitar las imágenes horrendas de “Apocalypto”, que me negué a ver. Me concentré en lo poco del camino que la oscuridad me permitía ver, mientras llegaba a la fácil conclusión de que el viaje había sido hasta entonces, y seguiría siendo en los días por venir, una frustración mayúscula.

Arribamos a San Pedro Sula alrededor de las ocho de la noche. Nos tocó entonces otro taxista antipático que nos condujo a un hotel contiguo al City Mall. Pagamos esa noche y la siguiente. Una en efectivo y la otra con tarjeta de crédito. Luego caminamos hasta el centro comercial y en el Food Court encontramos un changarro que vendía ensaladas. Nos hartamos un huacal de lechuga que ni con todos nuestros esfuerzos conseguimos terminar y nos regresamos al hotel.

Me di una ducha y luego me sumergí en la lectura de “La reina roja”, una crónica del descubrimiento de la tumba de una mujer maya en el templo XIII de Palenque, hasta que el sueño pudo más y me descalificó por nocaut.

Me desperté antes que Susana. Me di una ducha y me vestí. Fuimos al Mall en busca de un cibercafé, donde logré ver mis correos, desayunamos en un lugar donde ofrecían comida casera, cosa al parecer exótica en un centro comercial, y luego conseguimos otro taxi para intentar ver los dos museos de San Pedro. Pero ambos estaban cerrados, así que le pedimos al taxista, que esta vez sí era un hombre razonable y decente, que nos dejara en Multiplaza.

La versión sampedrana de este engendro comercial es distinta de la de San Salvador y mucho más antigua: tiene diez años de existencia y se le notan por todos lados. Es pequeña, estrecha y menos interesante que cualquier otro centro comercial que yo haya visto. Después de una discusión bizantina con una mujer que vendía pescado en un changarro minúsculo, optamos por compartir una ensalada de frutas antes de buscar sin éxito un cajero automático. Marchamos entonces con dirección al City Mall. Lo único bueno de Multiplaza fue la tienda Imaginarium, que por cierto cerró hace ya meses en Metrocentro y Galerías, en El Salvador, donde compramos algunos regalos para nuestros hijos.

Caminamos bajo el plomo derretido de la una de la tarde hasta el City Mall y luego de intentar infructuosamente cambiar dólares en el hotel, regresamos al centro comercial y logramos sacar lempiras de un cajero automático. Almorzamos y leímos, antes de seguir recorriendo los mismos tres pisos. Tuvimos tiempo de echarnos sendos cafés en una sucursal de The Coffee Cup y de revisar los cines. Pero no había ninguna película que nos llamara la atención. Cenamos en un lugar que se llama Applebee’s. Jamás había oído hablar de esta franquicia, y antes de entrar me imaginaba que sólo vendían pastel de manzana y postres.

Me llevé la sorpresa de encontrarme con carnes, ensaladas, pastas y, especialmente, una de las cosas que más extraño de la Pizza Hutt: el dip de espinacas y alcachofas que descontinuaron hace dos años. Susana quedó encantada con su sopa de brócoli, y si el aderezo de la ensalada y el arroz no hubieran estado tan salados, la cena habría sido perfecta. Mejor que el Tony Roma’s.

Nos regresamos al hotel, leímos un rato y nos dormimos. Al día siguiente el reloj sonó a las cinco y tuvimos que bañarnos, vestirnos y cerrar las maletas a las volandas para tomar el bus de regreso a las 7 en la Terminal. El taxista de ese día fue, por mucho, el mejor de todos. Se llama Mauricio y no sólo nos hizo una tarifa justa, sino que nos dejó lo más cerca posible de la salida de King Quality.

En el trayecto de regreso lo más lamentable fue el sobrecargo, que jamás atendió a nuestros pedidos de que apagara el aire acondicionado. Honduras había sido invadida por el frente frío que anunciaron las noticias y amaneció cubierta por un banco de niebla. El bus avanzaba por un paisaje envuelto en algodones. Pero el sujeto ni se enteró. La película fue otro par de bodrios: primero una de Eddie Murphy, una pesadilla titulada “Norbit”, y luego un engendro llamado “El castigador”, con un protagonista desconocido y la mujer de John Stamos, Rebecca Romijn: una de esas cintas de doce muertos por minuto en las que llueven galones de sangre artificial y John Travolta sale de malo.

Llegamos a San Salvador y fuimos a almorzar, al borde de la inanición, al Pollo Campero de la Autopista Sur. Yo me quedé con mis trencitas, con la frustración de que Honduras sea un país aún más subdesarrollado que el nuestro y con una idea fija: la próxima vez mejor me voy a Chiapas. Tan mal estuvo. Lo único bueno fue la amistad de Susana, los libros y cambiar de ambiente. Así de desesperada estaba por salir de San Salvador.

Otro soneto...

Estoy en el rincón donde remansa
sus afanes y prisas cada tarde.
Oasis fiel donde mi fiebre arde,
mientras el día hacia el ocaso avanza.

En mi copa la móvil luz descansa,
dulce licor que al labio cruel aguarde
para aplacar el miedo que, cobarde,
alimente el camino y la esperanza.

En ese pozo en que la sed halago
las horas largas de mi plazo cuento
y al tiempo que me muerde satisfago,

mientras la noche va, con paso lento,
a sepultar la llama en la que embriago
el polvo herido que disperse el viento.

23 de enero 2009

Friday, November 16, 2007

La vida sigue

Hace más de un año que inicié este blog. Lo hice para mí, es claro, porque es un sitio que apenas sí tiene comentarios. No me importa, la verdad. Escribo por placer. Porque para mí escribir es tan indispensable como respirar. Si hay gente que lo lee, bien. Si no, es algo que no me importa.

Muchas cosas han pasado desde septiembre de 2006. Dejé de trabajar con Editorial Alejandría, empresa para la que hacía trabajos free lance, y me concentré en la docencia, en la Universidad Matías Delgado y en la Escuela Mónica Herrera. He seguido escribiendo, fruto de lo cual ahora cuento con otra obra de teatro, otra novela corta y dos cuentos, además de un nuevo poemario.

Planeo continuar con estas labores e iniciar el 2008 con mi propia página web que quiero montar con ayuda de mi cuñada, Dionisia Guadalupe Escobar, cariñosamente: Lupita. Lupita es ingeniero mecánico por la Universidad "Albert Einstein" y cuenta con un posgrado en programación obternido en Pentafour, en la India. Ese es mi propósito de año nuevo.

Por lo demás, mi vida sigue igual: Paco está siempre trabajando, Juancisco, mi hijo menor, pasó a 7mo. grado, Sergio está trabajando en Teleperformance y va a iniciar un curso en la Universidad Don Bosco, y yo continúo con mis labores, mi escritura, mi docencia y mi tejido.

Tuesday, December 12, 2006

Con ocasión de la muerte de Pinochet

Cuando desperté, el dinosaurio ya no estaba ahí.

Tuesday, November 14, 2006

Las direcciones en El Salvador

Concuerdo con Miguel Albero: las direcciones en Costa Rica son un galimatías. Mejor no hablar de las de Nicaragua, que son otro tanto o peores: dar como referencia una estatua que ahora no es visible desde la vía pública porque la tapa el muro de una casa particular y otras lindezas por el estilo que ya forman parte del color local. A Managua le agrava la situación el famoso terremoto de diciembre de 1972 que dejó a la ciudad en ruinas. Amplias zonas de su geografía quedaron desde entonces, y siguen, inhabitables.

Pero digamos en descargo de San José y de Managua que la cosa no es mucho mejor en el resto de Centroamérica. No voy a ahondar en el caso de Honduras. Quienquiera que haya tenido la mala suerte de estar alguna vez en Tegucigalpa estará de acuerdo en que es tan caótica, si no más, que el resto de las capitales centroamericanas, con el agravante de que adolece de las cuestas más empinadas de todas.

Fundada para ser lo que fue a lo largo de casi toda su historia: un campamento minero, a Teguz le queda grande su papel de capital, que le fue asignado según las malas lenguas por la esposa de un presidente a quienes las señoras de Comayagua, la verdadera capital de Honduras durante la época colonial, le hacían el vacío por no estar a su mismo nivel social. Según el cuento, la dulce señora vengó el desaire convenciendo al marido de que moviera la capital a Tegucigalpa y así las dejó a todas con un palmo de narices.

Guatemala tampoco está mejor. Si bien el sistema de zonas parece —y enfatizo el “parece”— más racional, tampoco ayuda mucho a la hora de las horas. Basta ver un plano de la ciudad, ya no digamos estar en el terreno, para notar el caos. Con el agravante de que Guatemala es uno mucho más extenso que los otros caos capitalinos de Centroamérica. Tampoco los transeúntes chapines son de gran ayuda. Una no sabe si debido a la desconfianza alimentada por años de violencia o al hecho de que adolecen de ignorancia genuina, pero nadie da direcciones en Guatemala.

San Salvador, me temo, es tan caótica como las otras. Algunos alcaldes intentaron organizar racionalmente la capital. Pruebas del intento aún se observan en aquellos lugares donde la nomenclatura sigue los criterios del esquema de damero, según el cual calles y avenidas se cruzan en ángulos rectos y se ordena de acuerdo con el siguiente sistema: el punto donde se interceptan las avenidas cero (al norte, avenida España, y al sur, Avenida Cuscatlán) con las calles cero (al poniente, calle Arce, y al oriente, calle Delgado) es la esquina norponiente de Catedral, justo donde, hasta los años sesenta, existió el hermoso edificio del Correo, dañado por el terremoto del 3 de mayo de 1965. Este es el origen, el lugar donde abcisas y ordenadas se encuentran.

Desde ese punto, hacia el oriente las avenidas tienen numeración par: Segunda, Cuarta, Sexta y así sucesivamente. Al norte de la calle Delgado son avenidas norte, y al sur, sur. Al poniente, las avenidas tienen numeración impar: Primera, Tercera, Quinta y así sucesivamente. Y del mismo modo, al norte de la calle Arce son avenidas norte, etc. Para las calles reza el mismo sistema: Al norte, las calles son impares, y al sur, pares. Al oriente del eje de las Y, formado como ya dijimos por las avenidas España y Cuscatlán son calles oriente, y al poniente, otro tanto.

La numeración indica cuántos metros que separa a la edificación del eje correspondiente, y por lo general, los números pares van a un lado de la calle y los nones al otro. Así, el antiguo edificio de la Biblioteca Nacional, destruido por el terremoto del 10 de octubre de 1986, tenía unas señas como estas: Calle Delgado, número 250. La Dirección de Publicaciones e Impresos aún ostenta las señas siguientes: 17 Avenida Sur número 430. Esto quiere decir que el edificio de esta institución se levanta a cuatrocientos treinta metros al sur de la Calle Arce.

De acuerdo: el sistema es complicado, pero al menos es más racional que “200 metros al norte de donde quedaba la Panadería Miraflores”. De todos modos tampoco está exento de folklóricas salidas de tono: es probable que San Salvador sea la única ciudad del mundo donde exista una calle denominada Sexta-Décima. La 6ª. Calle poniente llega hasta la 25 Avenida Norte. Ahí inicia una prolongada curva que describe el contorno del enorme predio en el que se encuentran el Parque Cuscatlán y el Gimnasio Nacional. La curva hace que la Sexta empalme con la que debería ser (si de la retícula original no se hubiera hecho caso omiso) la 10ª. Calle poniente.

Todo este esfuerzo de racionalidad se fue definitivamente al diablo cuando la capital comenzó a urbanizarse aceleradamente y surgieron las llamadas “colonias”, que no sólo rompieron con el esquema original sino que en cada una se comenzó a denominar a las calles con nombres en lugar de números. La colonia Costa Rica, sin ir más lejos, una de las más antiguas, situada en las inmediaciones del parque Zoológico, tiene una Avenida Irazú y una Avenida San José, por ejemplo.

Además surgieron por necesidad, las vías anchas como el Boulevard Venezuela, el de los Próceres, la Autopista Norte y la Autopista Sur, que ya no se atuvieron a la nomenclatura original, sino que terminaron de trastocar el esquema de damero.

Por otra parte, puedo decir en nuestro descargo, y a contrapelo de lo que dice don Miguel, que yo también he estado en Madrid, y en Toledo, y en París, y en Jerusalén, y que tan fácil es perderse en tan ilustres sitios como en Tegucigalpa. O sea, que en todas partes se cuecen habas, que al mejor escribano se le va un borrón, y que, probablemente, la única manera de conocer una ciudad es arriesgarse a perderse en ella.

Friday, November 03, 2006

Ha sido un largo mes...

Octubre ha sido un largo mes: vinieron mis compañeras de colegio, nos reunimos en la casa de Luz Matilde Ábrego, efectuamos también los segundos parciales en la Universidad, y mi curso de Historia de El Salvador marcha viento en popa... terminé de revisar Palimpsestos y Flores de Papel, dos historias de las que ahora no quiero comentar nada, pero que me han dejado física y mentalmente exhausta...

Hace una semana hicimos un viaje a Guatemala con Susana Reyes. No fue fácil. Nada de lo que hacemos, ella y yo, es fácil. Tal parece que somos cronopias, después de todo, y cuando viajamos nos suceden todos esos percances que describe Cortázar en su texto inmortal:

Viajes

Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.
Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de "Alegría de los famas".
Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan.

Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas.

Nos levantamos a las tres de la mañana. Susana pasó a recogerme como a las tres y media y nos fuimos a Puertobús. El bus partió a las cuatro en punto. El trayecto fue sin incidentes. Por fortuna, no enfrentamos ningún atasco ni en la frontera de Las Chinamas ni en la carretera de acceso a Guatemala. Bajamos en La Pradera a las ocho y media. Pasamos a desayunar a un café en el centro comercial y luego tomamos un taxi para hacer la diligencia que nos llevaba a la ciudad, la cual se frustró debido a las caóticas direcciones de Guatemala, hecho agravado por la desconfianza de los chapines, que no prestan ninguna ayuda.

Regresamos a La Pradera donde nos encontramos con Dina Posada, amiga salvadoreña que tiene más de veiticinco años de vivir en Guate. Fue una ayuda invaluable para orientarnos en esa terra incognita. Por fin, a la una, quedamos libres de obligaciones y nos fuimos a almorzar al Tre fratelli de la zona 9. Comimos maravillosamente y a las tres y media estábamos en la Terminal, en pleno caos de la zona 4. Hubo que esperar una hora a que saliera el bus, y otra media hora a que cargara diesel. Pero por fin tomamos camino de regreso hacia El Salvador, en medio de un aguacero bíblico. Quizá porque son los últimos del presente invierno...

Un percance en la frontera nos hizo llegar con una hora de retraso. Veníamos con salva sea la parte hecha talco, pero contentas. A ver cuándo repetimos la experiencia pero con más tiempo.

Wednesday, October 18, 2006

Carmen González Huguet, a cuarenta grados a la sombra, en la Vía Dolorosa, Jerusalén, agosto de 1994

Carmen González Huguet a cero grados celsius en el Parque del Retiro, Madrid, diciembre de 2005

Monday, October 16, 2006

El rostro en el espejo, Capítulo 1

...La vegetación avanzaba.
No se sentía su movimiento.
Rumoroso y caliente andar de los frijolares,
de los ayotales,
de las plantas rastreadoras,
de las filas de chinches doradas,
de las hormigas arrieras,
de los saltamontes con alas de agua..
La vegetación avanzaba...

Miguel Ángel Asturias
Los brujos de la tormenta primaveral


1

La casa era una mole oscura levantada en un recodo del camino cubierto de polvo, al lado de una fuente pretérita, que alguna vez tuvo agua cristalina, pero que en ese momento estaba llena de un limo espeso, apelmazado en el fondo y cubierto por la maraña de una enredadera espinosa.

La hiedra escalaba los muros, envolviéndolos en una capa cárdena. El terreno y la casa mostraban los indicios de haber estado abandonados durante al menos un siglo, como el castillo de la Bella Durmiente.

Abrí la verja de hierro, roja de tanta herrumbre, que giró chirriando como un animal herido, y entré al terreno. De inmediato, una sensación opresiva me invadió, como un ahogo, como si entrara a un reino extranjero donde hubieran asentado su dominio las sombras.

Acongojada, crucé el pequeño jardín, con su rosaleda marchita, recorrí el breve sendero y llegué ante la casa. Los últimos tablones semipodridos colgaban de las bisagras oxidadas. Entré a la sala y encendí mi linterna para orientarme entre la penumbra y las telarañas. Una sensación viscosa pasó por mi cuello y acarició, leve, mi mejilla. Me estremecí y dejé caer la linterna, al tiempo que miles de murciélagos salieron volando por el hueco de la puerta, espantados por mi presencia.

El estado de ruina era tan profundo que tardé varias horas en medir la enormidad del desamparo. También me percaté de la increíble osadía del paso que acababa de dar al decidir quedarme con la casa. Pero tal vez precisamente por la enormidad del reto, o por puro espíritu de contradicción, estaba decidida a establecerme en aquel lugar.

Era un desatino evidente. Había recibido una carta, en medio del caos que en ese momento era mi vida, anunciándome que debía recibir una herencia en un remoto país, del que sólo sabía que era el origen lejano de mi madre, pero al que no me unía ningún lazo particular, con el agravante de que en aquel momento ese lugar atravesaba una guerra civil. Sin embargo, yo vivía entonces a merced del corazón, y fue con él que tomé la decisión de quedarme.

Me había decidido a hacer el viaje en parte para no pensar en mis problemas, en parte por curiosidad: quería saber en qué consistía la herencia. El albacea, un abogado jovencito, rubio y sonrosado como un bebé, recién graduado por más señas, me había aconsejado vender la casa enseguida: —No vale gran cosa —me dijo—. El terreno sí es valioso por su cercanía a la calle. Pero la casa es una ruina... —aclaró, demasiado servicial—.

Sólo por el placer malsano de llevarle la contraria me empeñé en conocerla. Pero el abogado no quiso acompañarme. E, incluso, creí percibir un breve relámpago de miedo cuando le sugerí que fuera conmigo, de modo que me aventuré por cuenta propia.

Y así fue como llegué a aquel lugar en medio de la nada, a espantar murciélagos con la espada de luz de la linterna. De algún modo, y a pesar de saber que sería necesario un trabajo titánico para arrancarla de su marasmo, la casa logró tocar alguna fibra oculta en el fondo de mi propio corazón, y me llamó con una voz que no acertaba a reconocer; pero que de alguna manera presentía como propia. Algo en mí parecía entenderla, si no con el pensamiento, tal vez con una memoria más antigua que mis propios huesos. Algo hubo en ella que me llamó, no sé desde dónde, ni desde cuándo, pero con seguridad de muy lejos, o de mucho antes, y supe que la única respuesta válida era quedarme.

No olvidaré la cara de asombro, o de susto, del albacea cuando se lo comuniqué; ni la otra, igual, que puso cuando pagué sin un suspiro de lástima los impuestos de sucesión, que eran exorbitantes. En su expresión leí con claridad lo que pensaba: “Esta mujer está loca”. Fue la última vez que lo vi, de modo que no sé qué cara habría puesto al ver lo mucho que trabajamos, los albañiles y yo, durante varias semanas, por volver habitable aquel espacio, al parecer gobernado por algo mucho mayor y más aterrador y poderoso que nuestras propias fuerzas.

En realidad, fue una serie de albañiles, porque a los primeros dos, que sólo duraron un día, siguieron al menos una docena. Todos terminaban yéndose, cuando se percataban de lo sucedido: como en la historia de Penélope, la casa deshacía por la noche todo lo que construíamos durante el día.

Si ellos, a punta de machete, habían despojado a la gran pila de su coraza de enredaderas espinosas, al otro día la encontrábamos cubierta de nuevo por un manto florido de zarzamoras, con las primeras frutas comenzando a aparecer.

Al final, los dos últimos albañiles, un par de mocetones morenos, altos y fuertes como las ceibas, gemelos idénticos, e indígenas por más señas, me aconsejaron llamar a su Tata, que resultó ser un anciano arrugado como la corteza de un árbol antiguo. Se presentó un día, antes del amanecer, llenó el aire tenso y azul con sus sahumerios perfumados y con el ruido ritual de las calabazas de morro, y aplacó la furia vengadora de las zarzas, que admitieron por primera vez la disciplina tajante del machete.

Entró en la casa regando puñados de ceniza, resucitando oraciones en su lengua y sembrando hebras de humo ritual por los rincones, hasta que los murciélagos huyeron espantados para siempre, no sé si por las oraciones perentorias o por las emanaciones fulminantes. A mí me impresionó su autoridad rotunda y su aire silvestre: Parecía un árbol que tuviera la capacidad de andar.

Lo que me dejó más perpleja fue el final del extraño exorcismo. Una vez fuera de la casa, el anciano se inclinó profundamente ante mí, hasta casi tocar el polvo con la frente, y dijo algo en su lengua. Luego se marchó como había venido, sin despedirse, y sin siquiera molestarse en mirar hacia atrás.

Cuando pregunté a los gemelos por el sentido de sus extrañas palabras, sólo acertaron a decirme que su Tata decía que yo era una mujer muy valiente, porque estaba destinada a habitar “en el reino de las sombras”, y que no sólo había asumido mi destino, sino que lo estaba haciendo con plena aceptación. No supe qué decir. No sabía hasta qué punto esa revelación era un vaticinio fatal. Sumergida en el intenso afán de esos días, sencillamente la olvidé.

Los gemelos, con la completa aquiescencia del Tata, que era su abuelo, me ayudaron a continuar con la labor ímproba de adecentar la casa. Hubo que someterla a la acción reparadora de cumas, tijeras, alicates, martillos, cinceles, serruchos, azadones, cucharas de albañil, cepillos, papel de lija, picos, palas, brochas, hasta irla viendo aparecer, resucitada en medio de una nube de cemento, yeso y cal.

Las ventanas tuertas fueron cuidadosamente restañadas con nuevos vidrios, y las puertas cholcas sustituidas por otras, olorosas a cedro y a barniz. Cuando la vi, recién nacida y fresca, como una rosa nueva, hasta yo misma me sorprendí de su belleza.

Entonces, sorda, profunda, comenzó la rebelión de los insectos y otras alimañas. Atraídas por el olor de la limpieza, o por quién sabe qué designio fatal, encontraba a las hormigas congregadas debajo de los platos, a las lombrices enrolladas como yaguales invernando tras los muebles, a los alacranes durmiendo la siesta bajo las almohadas, a las larvas de los mosquitos retorciéndose en los tragos de agua retenidos y a los sapos croando su canción torrencial por los rincones. Por la noche despertaba en la oscuridad escuchando el rumor intenso de la carcoma que saboreaba la madera nueva y que dejaba los pisos llenos de un polvo insidioso y febril.

El Tata tuvo que realizar un segundo exorcismo cuando todas las compañías exterminadoras se dieron por vencidas ante la voraz insistencia de los seres pequeños. Trazó un doble círculo de tabaco molido en torno a la casa, conminando a las alimañas a quedarse fuera de los dominios que, establecidos por su propio e incomprensible poder, me pertenecían totalmente. O al menos, eso creía yo. Al final, bendijo mis manos con el tabaco sobrante. E igual que la vez anterior, se fue sin despedirse.

También esta vez los seres extraños que habitaban la casa lo obedecieron. Y por un momento, pare ció que las cosas iban a desenvolverse bien, hasta que comenzó, silenciosa y enloquecedora, la rebelión de los objetos: Dejaba la azucarera en la alacena y me la encontraba en el fondo del baúl de la ropa blanca. Ponía a secar las servilletas en la cuerda colgada en el balcón, y me saludaban, secas, planchadas y dobladas con toda delicadeza, sobre la mesa del centro de la sala. Colocaba los lentes sobre la mesita de noche, a un lado del último libro, y aparecían dentro del congelador. Rotos, por supuesto.

Volvió el Tata. Esta vez con el agua del manantial, bendita a fuerza de danzas y largos cantos monótonos, y regó con abluciones sagradas los cuatro puntos cardinales, el cielo, la tierra, lo cerca y lo junto, hasta que los objetos escucharon la amenaza del libro antiguo, y cesó su venganza.

Por último, el anciano bendijo mi frente con el resto del agua que quedaba en su huacal de morro, me miró largamente, con la mirada con la que se bañan las estrellas en el fondo de los pozos; la misma que ocupan para lavarse mutuamente la madre y el hijo recién nacido; con la que se reconocen, después de muchas vidas, los afectos perdidos, y se marchó de nuevo.

Entonces, lentamente, comencé a darme cuenta de que, por fin, la casa me aceptaba.

NACIÓN, RECINTO DE PENUMBRAS: El rostro en el espejo de Carmen González Huguet

Estaba destinada a habitar "en el reino de las sombras" […] un recinto de penumbras […] porque su tiempo coexistía, sin tocarse, con el mío, como dos universos paralelos […] cada uno de los habitantes de la casa [= de la nación salvadoreña] vivía, igualmente, en un tiempo ajeno, propio y al margen del de los demás. CGH

La historia pertenece a los muertos. GA

Tantos años y la memoria aún hostiga. Es terca. Le cuesta olvidar. Eran las veladas en casa de mis tías abuelas donde se comentaba con pasión el arte. Ambas eran ávidas lectoras y amantes de la pintura. Admiraban a su sobrino, Oswaldo Escobar Velado, por la intensidad de su poesía; pero mantenían reservas con respecto a su bohemia y radicalismo político; también apreciaban la pintura de su cuñado, mi abuelo, que mudaba el trópico en mediterráneo. A veces las reuniones tenían lugar al final de la Colonia Modelo, donde la loma se precipita hacia el sumidero del Acelhuate, en la casa siempre en sombras de Sara Velado. A temprana edad aprendí el gusto del vino, el Khalúa y la buena plática. Otras veces nos juntábamos en la Colonia Flor Blanca, no lejos del estadio, en casa de Antonia Velado de Estupinián, donde la luz del patio al centro diluía la penumbra elevada en pascua.
Otras historias afamadas ahí eran las del señor Miguel Ángel Espino. Ignoro como ellas llegaron a conocerlo. Pero lo cierto es que a menudo aparecía en la casa de la Flor Blanca con un pequeño cuaderno "El Conquistador" bajo el brazo. Luego pensé que su afición por lo regional era lo que motivaba su frecuente visita. De Jayaque mi tía traía el mejor chaparro, la chicha más fermentada y los gallos capones más carnosos. Su sabor por la cocina criolla no desmentía su origen. No dudo que la idea de hacer pupusas de foi gras que otro pariente mío, Francisco Herrera Velado, le vendió a la cotizada Pupusería Margoth, se la haya robado a mi tía. Ella nunca pensó en patentar sus recetas.
Un día a finales de octubre o principios de noviembre, cuando en la Flor Blanca se preparaban las coronas de ciprés para ir a enflorar y limpiar la tumba familiar en el Cementerio Central, el señor Espino apareció más exaltado que de costumbre. Ahora sé que intuía la enfermedad que lo volvería afásico y truncaría su proyecto literario. Pero ese día de noviembre, igual que ahora, cuando se tiñen los árboles de amarillo, las sienes de ceniza y la vida de luto, recobrando la calma, el señor Espino nos comentó su teoría de la novela. Su hablar fue pausado; medía las palabras, con la misma ceremonia con que todos nosotros saboreábamos a sorbo lento una copita de chaparro y un tentempié de tortilla tostada al foi gras, en espera del gallo en chicha para el almuerzo.
Si mal no recuerdo, con temor a equivocarme en una cita de memoria, afirmó que "la tendencia a novelizar la vida, la historia política y cultural era necesaria para compensar la obra del dolor, para obtener el grado de dicha que no se alcanzó en la práctica". De ahí se desgajó la idea de que la novela era la medalla de consolación que nos había otorgado la historia. Es una enorme gratificación resolver imaginariamente lo que carece de solución en la práctica.
Pero también, con menos pesimismo y resignación, se discutió que la ficción semejaba a un laboratorio de química. Ahí se experimenta con las ideas políticas en boga para proponer y, a veces, anticipar una dirección a proseguir. Con mucha modestia confesó que eso mismo había sido el acierto de su novela, desconocida aún en el país en su versión final, Hombres contra la muerte. El pacifismo radical que triunfó en San Salvador con la huelga de brazos caídos en 1944, lo había adelantado la imaginación poética. Pero sucede que nuestro políticos, incluso los que han trabajado en educación y cultura, poco se han interesado en reflexionar sobre la verdad de la mentira, lo real de la ficción. La novela como laboratorio experimental donde se inventa la historia.
En este nuevo otoño, años y millas de distancia, cuando todo palidece y se enfría, su discusión vuelve a cobrar sentido. Se decolora no sólo el mundo, los árboles del traspatio deshojados y en chirivisco enjuto, mi cabellera cada vez más plateada; se decolora hasta el empaño la política y actividad cultural del estado: Premios Nacionales y revistas literarias son asunto del pasado; las culturas regionales carecen de expresión. Porque una vez más no se reconoce la verdad de la mentira, el poder de la imaginación. Porque otra vez, como en el tiempo del señor Espino, el estado no se identifica con la nación, la ha abandonado y ha olvidado lo reticente que es la memoria. Entrampados que estamos ahora que la guerra arrecia, que el miedo carcome la correspondencia, en una nueva recesión mundial, y que la esperanza del pacto de paz y su festejo de arte se han jubilado. Languidecemos y la nación vindica su ser en un "reino de las sombras", en "un recinto de penumbras". Impregnada de un olor a ciprés. Marchita. Sólo la teoría de la seguridad nacional, un nuevo militarismo, sigue en pie; ya no en la Escuela de las Américas sino en la Escuela de los Mundos: en la globalización de la violencia.
Me vuelco entonces a leer El rostro en el espejo de la poeta salvadoreña Carmen González Huguet, mientras los árboles siguen deshojándose, en una lividez de azufre, y el mundo cultural del estado se estanca al imitarlos. Me fascina observar ahí un atisbo de reconciliación, una búsqueda por sopesar los distintas rostros que componen el mosaico de la identidad nacional salvadoreña. Me intriga palpar como una poesía temprana, autocentrada, fluye hacia el encuentro con la diferencia. El espejo es el símbolo del descubrimiento del Otro. De la inversión que supone el hallazgo de cernir lo europeo en lo indígena y viceversa, lo americano en lo occidental. El Yo en el Tú.
La novela narra el viaje de Isabel Osorio hacia el país de origen de su madre. Se trata de un retorno a los comienzos; un retroceso hacia el principio (arkh) es necesario para renovar la identidad personal de la protagonista y la de la nación en su conjunto. A Isabel le corresponde retrazar el abigarrado árbol genealógico materno y volverse escritora. En el trópico descubre el mestizaje de su legado francés, su verdadero apellido: Brouillard (Niebla/Bruma). A la nación le concierne revelar la multiplicidad de almas en pena. Las identidades truncadas, paralelas, irreconocidas y sin comunicación que conforman la totalidad del país. Ni el individuo ni la nación han aclarado el linaje, las señas familiares que opacan el pretérito e impiden el porvenir. Brouillard es la bruma que desvanece la identidad personal y social. Brouillard es la Niebla que invade la contraseña de todo pueblo y hogar. La herencia histórica del país, la nación, es esa Niebla. Un patrimonio borroso, empañado y sin reconocimiento de su propia diversidad étnica ni lingüística.
En el extranjero Isabel recibe la noticia de una herencia. Es una casa abandonada, rodeada de maleza, en una región rural de un país remoto. En lugar de venderla, decide habitarla: restaurar su identidad. El microcosmos de la casa es la nación. Ahí vive la Bruma. Está poblada de Presencias, con quienes poco a poco se encuentra. Comala sería un nombre adecuado para esa casa-finca-nación. Salvo que la violencia se halla ahí más a flor de tierra. Todas las almas en pena han sufrido una muerte violenta, incluso los niños. Llevan marcas (graphos) de la tortura. Las almas representan identidades resquebrajadas. Sus cuerpos etéreos son verdaderos documentos escritos, sección reservada en los archivos de la Biblioteca Nacional. No puede existir escritura de la historia sin una consulta a los muertos, porque a ellos les pertenece la vivencia del pretérito, el testimonio histórico. Las cicatrices que marcan los cuerpos de todas las almas en pena es la historiografía nacional.
Quien le ayuda a Isabel a domesticar casa y jardín es el Tata, un indígena de avanzada edad que ha conservado lengua, saber religioso y memoria de los suyos. Una alianza entre lo indígena-campesino, lo regional, y lo europeo-cosmopolita, lo universal, es necesario para restaurar la cultura nacional. Se trata de un nuevo mestizaje; pero siempre y cuando está mezcla de visiones del mundo no acabe en una amalgama que desintegre ambas tradiciones en una cultura híbrida. Por lo contrario, la idea es conservar la integridad de cada uno de esos legados; hay que respetar su autonomía. Un nuevo mestizaje significa entablar el diálogo, reconocer la validez de modos dispares de percibir el mundo. Incluso, ambas modalidades más que presentarse unificadamente se despliegan desdibujadas en una versión colonial (María Keeh, su hijo y otros indígenas masacrados en esa época), medieval (los Teules, un fraile franciscano y un bachiller del siglo XVIII), así como en su condición (pos)moderna (el Tata, sus sobrinos y las víctimas de masacres recientes, para lo indígena, Isabel y su tía abuela, para lo europeo). Sin la participación de esos distintos estratos cualquier proyecto político y cultural de nación quedará truncado.
El punto nodal alrededor del cual se cotejan las tradiciones es el choque entre conocimiento intuitivo irracional y saber lógico demostrable, al igual que la escritura misma de la novela. Para Isabel, alter-ego de la escritora, el dilema es aceptar la presencia de lo "insólito" en la vida diaria. La historia ya no puede contentarse con rastrear documentos escritos: crónicas, periódicos, fuentes. Como si las víctimas hubiesen tenido tiempo de documentar la tortura. A la historia le compete hurgar cadáveres, cuerpos mutilados; dar cuenta de masacres sin evidencia ni traza obvia; esta certidumbre testimonial sólo se conserva en la memoria del folclor (mal de ojo, aire, susto y otras connotadas enfermedades del campo), en la de una geografía humanizada (léase el clásico O-Yarkandal de Salarrué y cuentos como "La virgen desnuda") y en la del cementerio.
Los hechos han rebasado la evidencia positiva. Al aceptar la historia de la violencia, hay que asumir el testimonio de los muertos, la voz de las almas en pena que reciben pasivamente Isabel y su contraparte, el Tata. Al escucharlas y transcribirlas, la protagonista nos incita a los lectores a rebasar toda racionalidad para percatarnos que el terruño mismo, la geografía, ha sido marcada por la violencia de la historia. "No soportar los recuerdos [= la historia]", como lo hace doña Elena, tía abuela de la heroína, es sinónimo de rechazar una línea que define la trágica herencia de la nación. Además, ¿de qué sirve comprobar documentalmente un etnocidio, el 32 por ejemplo, si los descendientes de las víctimas siguen sufriendo igual trato de discriminación? La historia se afirma más como repetición cíclica de la violencia que como progreso. Al asumir la herencia indígena y medieval, la disciplina de la historia sería un moderno culto a los muertos.
Con respecto a la escritura de la novela, su factura presupone que debemos apropiarnos de varias tradiciones ajenas para expresar lo propio a la nación. No se trata exclusivamente de la poesía y narrativa centroamericana. Esta aparece explícitamente en los epígrafes de Miguel Ángel Asturias, Roberto Armijo, Oswaldo Escobar Velado y Claudia Lars, que encabezan los distintos capítulos. No basta el estudio de la historia literaria regional para darle voz a lo nuestro. A la vez, es necesario recurrir a lo ajeno. Las lecturas de la protagonista no podrían apuntar hacia otra dirección. La tradición anglo americana y la francesa aparecen bajo la tutela de "Emily Dickinson, Walt Whitman, Emerson, Henry David Thoreau [y de varios] tomos de poesía francesa". Pero ante todo, en el trasfondo, hay que reconocer la callada presencia del norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864) con The House of the Seven Gables (1851). Seguramente de ahí proviene la idea de la casa hechizada como microcosmos nacional. Sólo una dinámica entre lo propio y lo ajeno es capaz de darle cabida a la diversidad cultural salvadoreña.
En esta época de la posguerra —de una nueva guerra— en que la mayoría de los proyectos narrativos se concentra en la experiencia urbana, El rostro en el espejo figura como una de las pocas tentativas por rescatar la vivencia del campo. He ahí uno de los dilemas del arte, de la literatura y de la política cultural de la posguerra. Sólo un diálogo entre lo rural y lo urbano, entre el campo y la ciudad, podrá convertir la nación en morada y lugar de habitación. Hay que darle expresión y palabra a las más diversas experiencias regionales del país. No otro es el "pacto" que el Tata e Isabel llevan a cabo. Lograr por vez primera un enlace entre lo regional y lo universal, entre la víctima y el victimario, entre grupos que se ignoran, separados por una jerarquía social. Esta es tan peligrosa como el ántrax; corroe toda correspondencia.
Gracias a esa reconciliación, Isabel y el Tata vuelcan el tiempo cíclico de la violencia hacia una línea de progreso dialógico que inaugura la verdadera historia. La utopía es el paso de la prehistoria —regida por una violencia recurrente— al diálogo entre culturas. En qué medida las instancias culturales del estado, de la sociedad salvadoreña y los proyectos artísticos particulares asumirán esa recomendación por rescatar la diversidad étnica nacional, es algo aún abierto a la polémica. Como lo es también saber hasta cuándo se les otorgará reconocimiento y participación a culturas regionales que se mueven desdeñándose en "universos paralelos". Por el momento, en espera de iluminar ese "recinto de penumbras", no me queda sino reiterar con Miguel Ángel Espino que la novela sigue siendo un lugar privilegiado donde se sopesan los más variados proyectos de reinvención de la historia y se imagina la política cultural del país.


Rafael Lara-Martínez
Humanidades,
Tecnológico de Nuevo México
soter@nmt.edu