Monday, October 16, 2006

NACIÓN, RECINTO DE PENUMBRAS: El rostro en el espejo de Carmen González Huguet

Estaba destinada a habitar "en el reino de las sombras" […] un recinto de penumbras […] porque su tiempo coexistía, sin tocarse, con el mío, como dos universos paralelos […] cada uno de los habitantes de la casa [= de la nación salvadoreña] vivía, igualmente, en un tiempo ajeno, propio y al margen del de los demás. CGH

La historia pertenece a los muertos. GA

Tantos años y la memoria aún hostiga. Es terca. Le cuesta olvidar. Eran las veladas en casa de mis tías abuelas donde se comentaba con pasión el arte. Ambas eran ávidas lectoras y amantes de la pintura. Admiraban a su sobrino, Oswaldo Escobar Velado, por la intensidad de su poesía; pero mantenían reservas con respecto a su bohemia y radicalismo político; también apreciaban la pintura de su cuñado, mi abuelo, que mudaba el trópico en mediterráneo. A veces las reuniones tenían lugar al final de la Colonia Modelo, donde la loma se precipita hacia el sumidero del Acelhuate, en la casa siempre en sombras de Sara Velado. A temprana edad aprendí el gusto del vino, el Khalúa y la buena plática. Otras veces nos juntábamos en la Colonia Flor Blanca, no lejos del estadio, en casa de Antonia Velado de Estupinián, donde la luz del patio al centro diluía la penumbra elevada en pascua.
Otras historias afamadas ahí eran las del señor Miguel Ángel Espino. Ignoro como ellas llegaron a conocerlo. Pero lo cierto es que a menudo aparecía en la casa de la Flor Blanca con un pequeño cuaderno "El Conquistador" bajo el brazo. Luego pensé que su afición por lo regional era lo que motivaba su frecuente visita. De Jayaque mi tía traía el mejor chaparro, la chicha más fermentada y los gallos capones más carnosos. Su sabor por la cocina criolla no desmentía su origen. No dudo que la idea de hacer pupusas de foi gras que otro pariente mío, Francisco Herrera Velado, le vendió a la cotizada Pupusería Margoth, se la haya robado a mi tía. Ella nunca pensó en patentar sus recetas.
Un día a finales de octubre o principios de noviembre, cuando en la Flor Blanca se preparaban las coronas de ciprés para ir a enflorar y limpiar la tumba familiar en el Cementerio Central, el señor Espino apareció más exaltado que de costumbre. Ahora sé que intuía la enfermedad que lo volvería afásico y truncaría su proyecto literario. Pero ese día de noviembre, igual que ahora, cuando se tiñen los árboles de amarillo, las sienes de ceniza y la vida de luto, recobrando la calma, el señor Espino nos comentó su teoría de la novela. Su hablar fue pausado; medía las palabras, con la misma ceremonia con que todos nosotros saboreábamos a sorbo lento una copita de chaparro y un tentempié de tortilla tostada al foi gras, en espera del gallo en chicha para el almuerzo.
Si mal no recuerdo, con temor a equivocarme en una cita de memoria, afirmó que "la tendencia a novelizar la vida, la historia política y cultural era necesaria para compensar la obra del dolor, para obtener el grado de dicha que no se alcanzó en la práctica". De ahí se desgajó la idea de que la novela era la medalla de consolación que nos había otorgado la historia. Es una enorme gratificación resolver imaginariamente lo que carece de solución en la práctica.
Pero también, con menos pesimismo y resignación, se discutió que la ficción semejaba a un laboratorio de química. Ahí se experimenta con las ideas políticas en boga para proponer y, a veces, anticipar una dirección a proseguir. Con mucha modestia confesó que eso mismo había sido el acierto de su novela, desconocida aún en el país en su versión final, Hombres contra la muerte. El pacifismo radical que triunfó en San Salvador con la huelga de brazos caídos en 1944, lo había adelantado la imaginación poética. Pero sucede que nuestro políticos, incluso los que han trabajado en educación y cultura, poco se han interesado en reflexionar sobre la verdad de la mentira, lo real de la ficción. La novela como laboratorio experimental donde se inventa la historia.
En este nuevo otoño, años y millas de distancia, cuando todo palidece y se enfría, su discusión vuelve a cobrar sentido. Se decolora no sólo el mundo, los árboles del traspatio deshojados y en chirivisco enjuto, mi cabellera cada vez más plateada; se decolora hasta el empaño la política y actividad cultural del estado: Premios Nacionales y revistas literarias son asunto del pasado; las culturas regionales carecen de expresión. Porque una vez más no se reconoce la verdad de la mentira, el poder de la imaginación. Porque otra vez, como en el tiempo del señor Espino, el estado no se identifica con la nación, la ha abandonado y ha olvidado lo reticente que es la memoria. Entrampados que estamos ahora que la guerra arrecia, que el miedo carcome la correspondencia, en una nueva recesión mundial, y que la esperanza del pacto de paz y su festejo de arte se han jubilado. Languidecemos y la nación vindica su ser en un "reino de las sombras", en "un recinto de penumbras". Impregnada de un olor a ciprés. Marchita. Sólo la teoría de la seguridad nacional, un nuevo militarismo, sigue en pie; ya no en la Escuela de las Américas sino en la Escuela de los Mundos: en la globalización de la violencia.
Me vuelco entonces a leer El rostro en el espejo de la poeta salvadoreña Carmen González Huguet, mientras los árboles siguen deshojándose, en una lividez de azufre, y el mundo cultural del estado se estanca al imitarlos. Me fascina observar ahí un atisbo de reconciliación, una búsqueda por sopesar los distintas rostros que componen el mosaico de la identidad nacional salvadoreña. Me intriga palpar como una poesía temprana, autocentrada, fluye hacia el encuentro con la diferencia. El espejo es el símbolo del descubrimiento del Otro. De la inversión que supone el hallazgo de cernir lo europeo en lo indígena y viceversa, lo americano en lo occidental. El Yo en el Tú.
La novela narra el viaje de Isabel Osorio hacia el país de origen de su madre. Se trata de un retorno a los comienzos; un retroceso hacia el principio (arkh) es necesario para renovar la identidad personal de la protagonista y la de la nación en su conjunto. A Isabel le corresponde retrazar el abigarrado árbol genealógico materno y volverse escritora. En el trópico descubre el mestizaje de su legado francés, su verdadero apellido: Brouillard (Niebla/Bruma). A la nación le concierne revelar la multiplicidad de almas en pena. Las identidades truncadas, paralelas, irreconocidas y sin comunicación que conforman la totalidad del país. Ni el individuo ni la nación han aclarado el linaje, las señas familiares que opacan el pretérito e impiden el porvenir. Brouillard es la bruma que desvanece la identidad personal y social. Brouillard es la Niebla que invade la contraseña de todo pueblo y hogar. La herencia histórica del país, la nación, es esa Niebla. Un patrimonio borroso, empañado y sin reconocimiento de su propia diversidad étnica ni lingüística.
En el extranjero Isabel recibe la noticia de una herencia. Es una casa abandonada, rodeada de maleza, en una región rural de un país remoto. En lugar de venderla, decide habitarla: restaurar su identidad. El microcosmos de la casa es la nación. Ahí vive la Bruma. Está poblada de Presencias, con quienes poco a poco se encuentra. Comala sería un nombre adecuado para esa casa-finca-nación. Salvo que la violencia se halla ahí más a flor de tierra. Todas las almas en pena han sufrido una muerte violenta, incluso los niños. Llevan marcas (graphos) de la tortura. Las almas representan identidades resquebrajadas. Sus cuerpos etéreos son verdaderos documentos escritos, sección reservada en los archivos de la Biblioteca Nacional. No puede existir escritura de la historia sin una consulta a los muertos, porque a ellos les pertenece la vivencia del pretérito, el testimonio histórico. Las cicatrices que marcan los cuerpos de todas las almas en pena es la historiografía nacional.
Quien le ayuda a Isabel a domesticar casa y jardín es el Tata, un indígena de avanzada edad que ha conservado lengua, saber religioso y memoria de los suyos. Una alianza entre lo indígena-campesino, lo regional, y lo europeo-cosmopolita, lo universal, es necesario para restaurar la cultura nacional. Se trata de un nuevo mestizaje; pero siempre y cuando está mezcla de visiones del mundo no acabe en una amalgama que desintegre ambas tradiciones en una cultura híbrida. Por lo contrario, la idea es conservar la integridad de cada uno de esos legados; hay que respetar su autonomía. Un nuevo mestizaje significa entablar el diálogo, reconocer la validez de modos dispares de percibir el mundo. Incluso, ambas modalidades más que presentarse unificadamente se despliegan desdibujadas en una versión colonial (María Keeh, su hijo y otros indígenas masacrados en esa época), medieval (los Teules, un fraile franciscano y un bachiller del siglo XVIII), así como en su condición (pos)moderna (el Tata, sus sobrinos y las víctimas de masacres recientes, para lo indígena, Isabel y su tía abuela, para lo europeo). Sin la participación de esos distintos estratos cualquier proyecto político y cultural de nación quedará truncado.
El punto nodal alrededor del cual se cotejan las tradiciones es el choque entre conocimiento intuitivo irracional y saber lógico demostrable, al igual que la escritura misma de la novela. Para Isabel, alter-ego de la escritora, el dilema es aceptar la presencia de lo "insólito" en la vida diaria. La historia ya no puede contentarse con rastrear documentos escritos: crónicas, periódicos, fuentes. Como si las víctimas hubiesen tenido tiempo de documentar la tortura. A la historia le compete hurgar cadáveres, cuerpos mutilados; dar cuenta de masacres sin evidencia ni traza obvia; esta certidumbre testimonial sólo se conserva en la memoria del folclor (mal de ojo, aire, susto y otras connotadas enfermedades del campo), en la de una geografía humanizada (léase el clásico O-Yarkandal de Salarrué y cuentos como "La virgen desnuda") y en la del cementerio.
Los hechos han rebasado la evidencia positiva. Al aceptar la historia de la violencia, hay que asumir el testimonio de los muertos, la voz de las almas en pena que reciben pasivamente Isabel y su contraparte, el Tata. Al escucharlas y transcribirlas, la protagonista nos incita a los lectores a rebasar toda racionalidad para percatarnos que el terruño mismo, la geografía, ha sido marcada por la violencia de la historia. "No soportar los recuerdos [= la historia]", como lo hace doña Elena, tía abuela de la heroína, es sinónimo de rechazar una línea que define la trágica herencia de la nación. Además, ¿de qué sirve comprobar documentalmente un etnocidio, el 32 por ejemplo, si los descendientes de las víctimas siguen sufriendo igual trato de discriminación? La historia se afirma más como repetición cíclica de la violencia que como progreso. Al asumir la herencia indígena y medieval, la disciplina de la historia sería un moderno culto a los muertos.
Con respecto a la escritura de la novela, su factura presupone que debemos apropiarnos de varias tradiciones ajenas para expresar lo propio a la nación. No se trata exclusivamente de la poesía y narrativa centroamericana. Esta aparece explícitamente en los epígrafes de Miguel Ángel Asturias, Roberto Armijo, Oswaldo Escobar Velado y Claudia Lars, que encabezan los distintos capítulos. No basta el estudio de la historia literaria regional para darle voz a lo nuestro. A la vez, es necesario recurrir a lo ajeno. Las lecturas de la protagonista no podrían apuntar hacia otra dirección. La tradición anglo americana y la francesa aparecen bajo la tutela de "Emily Dickinson, Walt Whitman, Emerson, Henry David Thoreau [y de varios] tomos de poesía francesa". Pero ante todo, en el trasfondo, hay que reconocer la callada presencia del norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864) con The House of the Seven Gables (1851). Seguramente de ahí proviene la idea de la casa hechizada como microcosmos nacional. Sólo una dinámica entre lo propio y lo ajeno es capaz de darle cabida a la diversidad cultural salvadoreña.
En esta época de la posguerra —de una nueva guerra— en que la mayoría de los proyectos narrativos se concentra en la experiencia urbana, El rostro en el espejo figura como una de las pocas tentativas por rescatar la vivencia del campo. He ahí uno de los dilemas del arte, de la literatura y de la política cultural de la posguerra. Sólo un diálogo entre lo rural y lo urbano, entre el campo y la ciudad, podrá convertir la nación en morada y lugar de habitación. Hay que darle expresión y palabra a las más diversas experiencias regionales del país. No otro es el "pacto" que el Tata e Isabel llevan a cabo. Lograr por vez primera un enlace entre lo regional y lo universal, entre la víctima y el victimario, entre grupos que se ignoran, separados por una jerarquía social. Esta es tan peligrosa como el ántrax; corroe toda correspondencia.
Gracias a esa reconciliación, Isabel y el Tata vuelcan el tiempo cíclico de la violencia hacia una línea de progreso dialógico que inaugura la verdadera historia. La utopía es el paso de la prehistoria —regida por una violencia recurrente— al diálogo entre culturas. En qué medida las instancias culturales del estado, de la sociedad salvadoreña y los proyectos artísticos particulares asumirán esa recomendación por rescatar la diversidad étnica nacional, es algo aún abierto a la polémica. Como lo es también saber hasta cuándo se les otorgará reconocimiento y participación a culturas regionales que se mueven desdeñándose en "universos paralelos". Por el momento, en espera de iluminar ese "recinto de penumbras", no me queda sino reiterar con Miguel Ángel Espino que la novela sigue siendo un lugar privilegiado donde se sopesan los más variados proyectos de reinvención de la historia y se imagina la política cultural del país.


Rafael Lara-Martínez
Humanidades,
Tecnológico de Nuevo México
soter@nmt.edu

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