Wednesday, October 18, 2006

Carmen González Huguet, a cuarenta grados a la sombra, en la Vía Dolorosa, Jerusalén, agosto de 1994

Carmen González Huguet a cero grados celsius en el Parque del Retiro, Madrid, diciembre de 2005

Monday, October 16, 2006

El rostro en el espejo, Capítulo 1

...La vegetación avanzaba.
No se sentía su movimiento.
Rumoroso y caliente andar de los frijolares,
de los ayotales,
de las plantas rastreadoras,
de las filas de chinches doradas,
de las hormigas arrieras,
de los saltamontes con alas de agua..
La vegetación avanzaba...

Miguel Ángel Asturias
Los brujos de la tormenta primaveral


1

La casa era una mole oscura levantada en un recodo del camino cubierto de polvo, al lado de una fuente pretérita, que alguna vez tuvo agua cristalina, pero que en ese momento estaba llena de un limo espeso, apelmazado en el fondo y cubierto por la maraña de una enredadera espinosa.

La hiedra escalaba los muros, envolviéndolos en una capa cárdena. El terreno y la casa mostraban los indicios de haber estado abandonados durante al menos un siglo, como el castillo de la Bella Durmiente.

Abrí la verja de hierro, roja de tanta herrumbre, que giró chirriando como un animal herido, y entré al terreno. De inmediato, una sensación opresiva me invadió, como un ahogo, como si entrara a un reino extranjero donde hubieran asentado su dominio las sombras.

Acongojada, crucé el pequeño jardín, con su rosaleda marchita, recorrí el breve sendero y llegué ante la casa. Los últimos tablones semipodridos colgaban de las bisagras oxidadas. Entré a la sala y encendí mi linterna para orientarme entre la penumbra y las telarañas. Una sensación viscosa pasó por mi cuello y acarició, leve, mi mejilla. Me estremecí y dejé caer la linterna, al tiempo que miles de murciélagos salieron volando por el hueco de la puerta, espantados por mi presencia.

El estado de ruina era tan profundo que tardé varias horas en medir la enormidad del desamparo. También me percaté de la increíble osadía del paso que acababa de dar al decidir quedarme con la casa. Pero tal vez precisamente por la enormidad del reto, o por puro espíritu de contradicción, estaba decidida a establecerme en aquel lugar.

Era un desatino evidente. Había recibido una carta, en medio del caos que en ese momento era mi vida, anunciándome que debía recibir una herencia en un remoto país, del que sólo sabía que era el origen lejano de mi madre, pero al que no me unía ningún lazo particular, con el agravante de que en aquel momento ese lugar atravesaba una guerra civil. Sin embargo, yo vivía entonces a merced del corazón, y fue con él que tomé la decisión de quedarme.

Me había decidido a hacer el viaje en parte para no pensar en mis problemas, en parte por curiosidad: quería saber en qué consistía la herencia. El albacea, un abogado jovencito, rubio y sonrosado como un bebé, recién graduado por más señas, me había aconsejado vender la casa enseguida: —No vale gran cosa —me dijo—. El terreno sí es valioso por su cercanía a la calle. Pero la casa es una ruina... —aclaró, demasiado servicial—.

Sólo por el placer malsano de llevarle la contraria me empeñé en conocerla. Pero el abogado no quiso acompañarme. E, incluso, creí percibir un breve relámpago de miedo cuando le sugerí que fuera conmigo, de modo que me aventuré por cuenta propia.

Y así fue como llegué a aquel lugar en medio de la nada, a espantar murciélagos con la espada de luz de la linterna. De algún modo, y a pesar de saber que sería necesario un trabajo titánico para arrancarla de su marasmo, la casa logró tocar alguna fibra oculta en el fondo de mi propio corazón, y me llamó con una voz que no acertaba a reconocer; pero que de alguna manera presentía como propia. Algo en mí parecía entenderla, si no con el pensamiento, tal vez con una memoria más antigua que mis propios huesos. Algo hubo en ella que me llamó, no sé desde dónde, ni desde cuándo, pero con seguridad de muy lejos, o de mucho antes, y supe que la única respuesta válida era quedarme.

No olvidaré la cara de asombro, o de susto, del albacea cuando se lo comuniqué; ni la otra, igual, que puso cuando pagué sin un suspiro de lástima los impuestos de sucesión, que eran exorbitantes. En su expresión leí con claridad lo que pensaba: “Esta mujer está loca”. Fue la última vez que lo vi, de modo que no sé qué cara habría puesto al ver lo mucho que trabajamos, los albañiles y yo, durante varias semanas, por volver habitable aquel espacio, al parecer gobernado por algo mucho mayor y más aterrador y poderoso que nuestras propias fuerzas.

En realidad, fue una serie de albañiles, porque a los primeros dos, que sólo duraron un día, siguieron al menos una docena. Todos terminaban yéndose, cuando se percataban de lo sucedido: como en la historia de Penélope, la casa deshacía por la noche todo lo que construíamos durante el día.

Si ellos, a punta de machete, habían despojado a la gran pila de su coraza de enredaderas espinosas, al otro día la encontrábamos cubierta de nuevo por un manto florido de zarzamoras, con las primeras frutas comenzando a aparecer.

Al final, los dos últimos albañiles, un par de mocetones morenos, altos y fuertes como las ceibas, gemelos idénticos, e indígenas por más señas, me aconsejaron llamar a su Tata, que resultó ser un anciano arrugado como la corteza de un árbol antiguo. Se presentó un día, antes del amanecer, llenó el aire tenso y azul con sus sahumerios perfumados y con el ruido ritual de las calabazas de morro, y aplacó la furia vengadora de las zarzas, que admitieron por primera vez la disciplina tajante del machete.

Entró en la casa regando puñados de ceniza, resucitando oraciones en su lengua y sembrando hebras de humo ritual por los rincones, hasta que los murciélagos huyeron espantados para siempre, no sé si por las oraciones perentorias o por las emanaciones fulminantes. A mí me impresionó su autoridad rotunda y su aire silvestre: Parecía un árbol que tuviera la capacidad de andar.

Lo que me dejó más perpleja fue el final del extraño exorcismo. Una vez fuera de la casa, el anciano se inclinó profundamente ante mí, hasta casi tocar el polvo con la frente, y dijo algo en su lengua. Luego se marchó como había venido, sin despedirse, y sin siquiera molestarse en mirar hacia atrás.

Cuando pregunté a los gemelos por el sentido de sus extrañas palabras, sólo acertaron a decirme que su Tata decía que yo era una mujer muy valiente, porque estaba destinada a habitar “en el reino de las sombras”, y que no sólo había asumido mi destino, sino que lo estaba haciendo con plena aceptación. No supe qué decir. No sabía hasta qué punto esa revelación era un vaticinio fatal. Sumergida en el intenso afán de esos días, sencillamente la olvidé.

Los gemelos, con la completa aquiescencia del Tata, que era su abuelo, me ayudaron a continuar con la labor ímproba de adecentar la casa. Hubo que someterla a la acción reparadora de cumas, tijeras, alicates, martillos, cinceles, serruchos, azadones, cucharas de albañil, cepillos, papel de lija, picos, palas, brochas, hasta irla viendo aparecer, resucitada en medio de una nube de cemento, yeso y cal.

Las ventanas tuertas fueron cuidadosamente restañadas con nuevos vidrios, y las puertas cholcas sustituidas por otras, olorosas a cedro y a barniz. Cuando la vi, recién nacida y fresca, como una rosa nueva, hasta yo misma me sorprendí de su belleza.

Entonces, sorda, profunda, comenzó la rebelión de los insectos y otras alimañas. Atraídas por el olor de la limpieza, o por quién sabe qué designio fatal, encontraba a las hormigas congregadas debajo de los platos, a las lombrices enrolladas como yaguales invernando tras los muebles, a los alacranes durmiendo la siesta bajo las almohadas, a las larvas de los mosquitos retorciéndose en los tragos de agua retenidos y a los sapos croando su canción torrencial por los rincones. Por la noche despertaba en la oscuridad escuchando el rumor intenso de la carcoma que saboreaba la madera nueva y que dejaba los pisos llenos de un polvo insidioso y febril.

El Tata tuvo que realizar un segundo exorcismo cuando todas las compañías exterminadoras se dieron por vencidas ante la voraz insistencia de los seres pequeños. Trazó un doble círculo de tabaco molido en torno a la casa, conminando a las alimañas a quedarse fuera de los dominios que, establecidos por su propio e incomprensible poder, me pertenecían totalmente. O al menos, eso creía yo. Al final, bendijo mis manos con el tabaco sobrante. E igual que la vez anterior, se fue sin despedirse.

También esta vez los seres extraños que habitaban la casa lo obedecieron. Y por un momento, pare ció que las cosas iban a desenvolverse bien, hasta que comenzó, silenciosa y enloquecedora, la rebelión de los objetos: Dejaba la azucarera en la alacena y me la encontraba en el fondo del baúl de la ropa blanca. Ponía a secar las servilletas en la cuerda colgada en el balcón, y me saludaban, secas, planchadas y dobladas con toda delicadeza, sobre la mesa del centro de la sala. Colocaba los lentes sobre la mesita de noche, a un lado del último libro, y aparecían dentro del congelador. Rotos, por supuesto.

Volvió el Tata. Esta vez con el agua del manantial, bendita a fuerza de danzas y largos cantos monótonos, y regó con abluciones sagradas los cuatro puntos cardinales, el cielo, la tierra, lo cerca y lo junto, hasta que los objetos escucharon la amenaza del libro antiguo, y cesó su venganza.

Por último, el anciano bendijo mi frente con el resto del agua que quedaba en su huacal de morro, me miró largamente, con la mirada con la que se bañan las estrellas en el fondo de los pozos; la misma que ocupan para lavarse mutuamente la madre y el hijo recién nacido; con la que se reconocen, después de muchas vidas, los afectos perdidos, y se marchó de nuevo.

Entonces, lentamente, comencé a darme cuenta de que, por fin, la casa me aceptaba.

NACIÓN, RECINTO DE PENUMBRAS: El rostro en el espejo de Carmen González Huguet

Estaba destinada a habitar "en el reino de las sombras" […] un recinto de penumbras […] porque su tiempo coexistía, sin tocarse, con el mío, como dos universos paralelos […] cada uno de los habitantes de la casa [= de la nación salvadoreña] vivía, igualmente, en un tiempo ajeno, propio y al margen del de los demás. CGH

La historia pertenece a los muertos. GA

Tantos años y la memoria aún hostiga. Es terca. Le cuesta olvidar. Eran las veladas en casa de mis tías abuelas donde se comentaba con pasión el arte. Ambas eran ávidas lectoras y amantes de la pintura. Admiraban a su sobrino, Oswaldo Escobar Velado, por la intensidad de su poesía; pero mantenían reservas con respecto a su bohemia y radicalismo político; también apreciaban la pintura de su cuñado, mi abuelo, que mudaba el trópico en mediterráneo. A veces las reuniones tenían lugar al final de la Colonia Modelo, donde la loma se precipita hacia el sumidero del Acelhuate, en la casa siempre en sombras de Sara Velado. A temprana edad aprendí el gusto del vino, el Khalúa y la buena plática. Otras veces nos juntábamos en la Colonia Flor Blanca, no lejos del estadio, en casa de Antonia Velado de Estupinián, donde la luz del patio al centro diluía la penumbra elevada en pascua.
Otras historias afamadas ahí eran las del señor Miguel Ángel Espino. Ignoro como ellas llegaron a conocerlo. Pero lo cierto es que a menudo aparecía en la casa de la Flor Blanca con un pequeño cuaderno "El Conquistador" bajo el brazo. Luego pensé que su afición por lo regional era lo que motivaba su frecuente visita. De Jayaque mi tía traía el mejor chaparro, la chicha más fermentada y los gallos capones más carnosos. Su sabor por la cocina criolla no desmentía su origen. No dudo que la idea de hacer pupusas de foi gras que otro pariente mío, Francisco Herrera Velado, le vendió a la cotizada Pupusería Margoth, se la haya robado a mi tía. Ella nunca pensó en patentar sus recetas.
Un día a finales de octubre o principios de noviembre, cuando en la Flor Blanca se preparaban las coronas de ciprés para ir a enflorar y limpiar la tumba familiar en el Cementerio Central, el señor Espino apareció más exaltado que de costumbre. Ahora sé que intuía la enfermedad que lo volvería afásico y truncaría su proyecto literario. Pero ese día de noviembre, igual que ahora, cuando se tiñen los árboles de amarillo, las sienes de ceniza y la vida de luto, recobrando la calma, el señor Espino nos comentó su teoría de la novela. Su hablar fue pausado; medía las palabras, con la misma ceremonia con que todos nosotros saboreábamos a sorbo lento una copita de chaparro y un tentempié de tortilla tostada al foi gras, en espera del gallo en chicha para el almuerzo.
Si mal no recuerdo, con temor a equivocarme en una cita de memoria, afirmó que "la tendencia a novelizar la vida, la historia política y cultural era necesaria para compensar la obra del dolor, para obtener el grado de dicha que no se alcanzó en la práctica". De ahí se desgajó la idea de que la novela era la medalla de consolación que nos había otorgado la historia. Es una enorme gratificación resolver imaginariamente lo que carece de solución en la práctica.
Pero también, con menos pesimismo y resignación, se discutió que la ficción semejaba a un laboratorio de química. Ahí se experimenta con las ideas políticas en boga para proponer y, a veces, anticipar una dirección a proseguir. Con mucha modestia confesó que eso mismo había sido el acierto de su novela, desconocida aún en el país en su versión final, Hombres contra la muerte. El pacifismo radical que triunfó en San Salvador con la huelga de brazos caídos en 1944, lo había adelantado la imaginación poética. Pero sucede que nuestro políticos, incluso los que han trabajado en educación y cultura, poco se han interesado en reflexionar sobre la verdad de la mentira, lo real de la ficción. La novela como laboratorio experimental donde se inventa la historia.
En este nuevo otoño, años y millas de distancia, cuando todo palidece y se enfría, su discusión vuelve a cobrar sentido. Se decolora no sólo el mundo, los árboles del traspatio deshojados y en chirivisco enjuto, mi cabellera cada vez más plateada; se decolora hasta el empaño la política y actividad cultural del estado: Premios Nacionales y revistas literarias son asunto del pasado; las culturas regionales carecen de expresión. Porque una vez más no se reconoce la verdad de la mentira, el poder de la imaginación. Porque otra vez, como en el tiempo del señor Espino, el estado no se identifica con la nación, la ha abandonado y ha olvidado lo reticente que es la memoria. Entrampados que estamos ahora que la guerra arrecia, que el miedo carcome la correspondencia, en una nueva recesión mundial, y que la esperanza del pacto de paz y su festejo de arte se han jubilado. Languidecemos y la nación vindica su ser en un "reino de las sombras", en "un recinto de penumbras". Impregnada de un olor a ciprés. Marchita. Sólo la teoría de la seguridad nacional, un nuevo militarismo, sigue en pie; ya no en la Escuela de las Américas sino en la Escuela de los Mundos: en la globalización de la violencia.
Me vuelco entonces a leer El rostro en el espejo de la poeta salvadoreña Carmen González Huguet, mientras los árboles siguen deshojándose, en una lividez de azufre, y el mundo cultural del estado se estanca al imitarlos. Me fascina observar ahí un atisbo de reconciliación, una búsqueda por sopesar los distintas rostros que componen el mosaico de la identidad nacional salvadoreña. Me intriga palpar como una poesía temprana, autocentrada, fluye hacia el encuentro con la diferencia. El espejo es el símbolo del descubrimiento del Otro. De la inversión que supone el hallazgo de cernir lo europeo en lo indígena y viceversa, lo americano en lo occidental. El Yo en el Tú.
La novela narra el viaje de Isabel Osorio hacia el país de origen de su madre. Se trata de un retorno a los comienzos; un retroceso hacia el principio (arkh) es necesario para renovar la identidad personal de la protagonista y la de la nación en su conjunto. A Isabel le corresponde retrazar el abigarrado árbol genealógico materno y volverse escritora. En el trópico descubre el mestizaje de su legado francés, su verdadero apellido: Brouillard (Niebla/Bruma). A la nación le concierne revelar la multiplicidad de almas en pena. Las identidades truncadas, paralelas, irreconocidas y sin comunicación que conforman la totalidad del país. Ni el individuo ni la nación han aclarado el linaje, las señas familiares que opacan el pretérito e impiden el porvenir. Brouillard es la bruma que desvanece la identidad personal y social. Brouillard es la Niebla que invade la contraseña de todo pueblo y hogar. La herencia histórica del país, la nación, es esa Niebla. Un patrimonio borroso, empañado y sin reconocimiento de su propia diversidad étnica ni lingüística.
En el extranjero Isabel recibe la noticia de una herencia. Es una casa abandonada, rodeada de maleza, en una región rural de un país remoto. En lugar de venderla, decide habitarla: restaurar su identidad. El microcosmos de la casa es la nación. Ahí vive la Bruma. Está poblada de Presencias, con quienes poco a poco se encuentra. Comala sería un nombre adecuado para esa casa-finca-nación. Salvo que la violencia se halla ahí más a flor de tierra. Todas las almas en pena han sufrido una muerte violenta, incluso los niños. Llevan marcas (graphos) de la tortura. Las almas representan identidades resquebrajadas. Sus cuerpos etéreos son verdaderos documentos escritos, sección reservada en los archivos de la Biblioteca Nacional. No puede existir escritura de la historia sin una consulta a los muertos, porque a ellos les pertenece la vivencia del pretérito, el testimonio histórico. Las cicatrices que marcan los cuerpos de todas las almas en pena es la historiografía nacional.
Quien le ayuda a Isabel a domesticar casa y jardín es el Tata, un indígena de avanzada edad que ha conservado lengua, saber religioso y memoria de los suyos. Una alianza entre lo indígena-campesino, lo regional, y lo europeo-cosmopolita, lo universal, es necesario para restaurar la cultura nacional. Se trata de un nuevo mestizaje; pero siempre y cuando está mezcla de visiones del mundo no acabe en una amalgama que desintegre ambas tradiciones en una cultura híbrida. Por lo contrario, la idea es conservar la integridad de cada uno de esos legados; hay que respetar su autonomía. Un nuevo mestizaje significa entablar el diálogo, reconocer la validez de modos dispares de percibir el mundo. Incluso, ambas modalidades más que presentarse unificadamente se despliegan desdibujadas en una versión colonial (María Keeh, su hijo y otros indígenas masacrados en esa época), medieval (los Teules, un fraile franciscano y un bachiller del siglo XVIII), así como en su condición (pos)moderna (el Tata, sus sobrinos y las víctimas de masacres recientes, para lo indígena, Isabel y su tía abuela, para lo europeo). Sin la participación de esos distintos estratos cualquier proyecto político y cultural de nación quedará truncado.
El punto nodal alrededor del cual se cotejan las tradiciones es el choque entre conocimiento intuitivo irracional y saber lógico demostrable, al igual que la escritura misma de la novela. Para Isabel, alter-ego de la escritora, el dilema es aceptar la presencia de lo "insólito" en la vida diaria. La historia ya no puede contentarse con rastrear documentos escritos: crónicas, periódicos, fuentes. Como si las víctimas hubiesen tenido tiempo de documentar la tortura. A la historia le compete hurgar cadáveres, cuerpos mutilados; dar cuenta de masacres sin evidencia ni traza obvia; esta certidumbre testimonial sólo se conserva en la memoria del folclor (mal de ojo, aire, susto y otras connotadas enfermedades del campo), en la de una geografía humanizada (léase el clásico O-Yarkandal de Salarrué y cuentos como "La virgen desnuda") y en la del cementerio.
Los hechos han rebasado la evidencia positiva. Al aceptar la historia de la violencia, hay que asumir el testimonio de los muertos, la voz de las almas en pena que reciben pasivamente Isabel y su contraparte, el Tata. Al escucharlas y transcribirlas, la protagonista nos incita a los lectores a rebasar toda racionalidad para percatarnos que el terruño mismo, la geografía, ha sido marcada por la violencia de la historia. "No soportar los recuerdos [= la historia]", como lo hace doña Elena, tía abuela de la heroína, es sinónimo de rechazar una línea que define la trágica herencia de la nación. Además, ¿de qué sirve comprobar documentalmente un etnocidio, el 32 por ejemplo, si los descendientes de las víctimas siguen sufriendo igual trato de discriminación? La historia se afirma más como repetición cíclica de la violencia que como progreso. Al asumir la herencia indígena y medieval, la disciplina de la historia sería un moderno culto a los muertos.
Con respecto a la escritura de la novela, su factura presupone que debemos apropiarnos de varias tradiciones ajenas para expresar lo propio a la nación. No se trata exclusivamente de la poesía y narrativa centroamericana. Esta aparece explícitamente en los epígrafes de Miguel Ángel Asturias, Roberto Armijo, Oswaldo Escobar Velado y Claudia Lars, que encabezan los distintos capítulos. No basta el estudio de la historia literaria regional para darle voz a lo nuestro. A la vez, es necesario recurrir a lo ajeno. Las lecturas de la protagonista no podrían apuntar hacia otra dirección. La tradición anglo americana y la francesa aparecen bajo la tutela de "Emily Dickinson, Walt Whitman, Emerson, Henry David Thoreau [y de varios] tomos de poesía francesa". Pero ante todo, en el trasfondo, hay que reconocer la callada presencia del norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864) con The House of the Seven Gables (1851). Seguramente de ahí proviene la idea de la casa hechizada como microcosmos nacional. Sólo una dinámica entre lo propio y lo ajeno es capaz de darle cabida a la diversidad cultural salvadoreña.
En esta época de la posguerra —de una nueva guerra— en que la mayoría de los proyectos narrativos se concentra en la experiencia urbana, El rostro en el espejo figura como una de las pocas tentativas por rescatar la vivencia del campo. He ahí uno de los dilemas del arte, de la literatura y de la política cultural de la posguerra. Sólo un diálogo entre lo rural y lo urbano, entre el campo y la ciudad, podrá convertir la nación en morada y lugar de habitación. Hay que darle expresión y palabra a las más diversas experiencias regionales del país. No otro es el "pacto" que el Tata e Isabel llevan a cabo. Lograr por vez primera un enlace entre lo regional y lo universal, entre la víctima y el victimario, entre grupos que se ignoran, separados por una jerarquía social. Esta es tan peligrosa como el ántrax; corroe toda correspondencia.
Gracias a esa reconciliación, Isabel y el Tata vuelcan el tiempo cíclico de la violencia hacia una línea de progreso dialógico que inaugura la verdadera historia. La utopía es el paso de la prehistoria —regida por una violencia recurrente— al diálogo entre culturas. En qué medida las instancias culturales del estado, de la sociedad salvadoreña y los proyectos artísticos particulares asumirán esa recomendación por rescatar la diversidad étnica nacional, es algo aún abierto a la polémica. Como lo es también saber hasta cuándo se les otorgará reconocimiento y participación a culturas regionales que se mueven desdeñándose en "universos paralelos". Por el momento, en espera de iluminar ese "recinto de penumbras", no me queda sino reiterar con Miguel Ángel Espino que la novela sigue siendo un lugar privilegiado donde se sopesan los más variados proyectos de reinvención de la historia y se imagina la política cultural del país.


Rafael Lara-Martínez
Humanidades,
Tecnológico de Nuevo México
soter@nmt.edu

Monday, October 09, 2006

No has de perder...

Hace unos días, cuando inicié este blog mi estado de ánimo andaba más o menos por los suelos. No es que ahora ande precisamente en plan de reventar cohetes, pero ahí vamos... ni modo. Así es la vida y una se resigna. ¿Qué vamos a hacer? Para dar idea de lo que pensaba entonces, pongo ahora este soneto, escrito en esos días:

No has de perder lo que jamás tuviste,
ni lamentar el don de que careces,
maldecir de la herida que adoleces,
denostar el amor que antaño diste.

No has de extrañar aquello que un día fuiste,
ni ultrajar con baldones lo que hubieses
llevado hasta tus labios tantas veces,
tú que en estima un día lo pusiste.

Lo que fue dado deja, en buena hora,
perdido en el camino y naufragado,
y el buen recuerdo cuida y atesora.

Sabio es aquel que su caudal ignora
y que se cree dichoso y bien pagado
y nunca sus carencias cuenta y llora.


Carmen González Huguet

¿Quién soy?

Como el espacio destinado a mis datos personales resulta corto en el perfil, decidí actualizar mi hoja de vida, a fin de proporcionar datos más completos:

Carmen González Huguet

Nació en la ciudad de San Salvador, el 15 de noviembre de 1958. Sus padres fueron Virgilio Juan González Fernández, profesor de educación media, y Ana Gloria Huguet de González, trabajadora social. Bachiller en el Colegio Sagrado Corazón (San Salvador, 1976). Estudió Química en la Universidad de El Salvador (1978-1980), carrera que no concluyó debido a que el ejército cerró la Universidad ese último año. Volcó entonces sus intereses personales hacia la literatura, campo en el que alcanzó los títulos de profesora en Educación Media (1991) y licenciada (1992) por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA, San Salvador). Hizo un curso en Educación Radiofónica (San José, Instituto Costarricense de Educación Radiofónica, ICER,1991). Cursó un diplomado en comunicación organizacional (Universidad “Dr. José Matías Delgado”, 2002) y otro de actualización en habilidades docentes (Universidad “Dr. José Matías Delgado” en coordinación con el Instituto Tecnológico de Monterrey, 2003). Actualmente está estudiando un diplomado en Historia de El Salvador en la Universidad Nacional (UES)

Ha trabajado en la docencia (Escuela Americana, Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" UCA, Universidad “Dr. José Matías Delgado”), en publicidad (B & M Saachi & Saachi Publicidad, Publica y Publinter), y en los medios de comunicación (Radio Cadena Horizontes). Fue directora de Publicaciones e Impresos (CONCULTURA, Ministerio de Educación, 1994-1996), editorial estatal que cuenta con más de cincuenta años de existencia, y trabajó como investigadora (CONCULTURA, 1997-1999), como parte del equipo redactor de los guiones para el Museo Nacional de Antropología “Dr. David J. Guzmán”.

Ha recibido numerosos premios en certámenes de literatura celebrados en El Salvador, incluso una mención de honor en el Certamen Nacional UCA Editores (San Salvador, 1989), con su poemario Testimonio (San Salvador, DPI-CONCULTURA, 1994). En 1999 ganó los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango, Guatemala, con su poemario Locuramor. Ganó mención de honor en el mismo certamen en 2000 con Epitalamio. Este concurso, el de mayor trayectoria a nivel centroamericano, ha sido ganado, en la rama de poesía, sólo en tres ocasiones por mujeres salvadoreñas: además de Carmen, lo ganaron Claudia Lars y Maya América Cortés.

Ha publicado además Mujeres (cuentos, San Salvador, UNESCO, en el volumen de las ganadoras del II Certamen Centroamericano de Literatura Femenina, 1997) y Jimmy Hendrix toca mientras cae la lluvia, monólogo teatral con el que ganó los Juegos Florales de San Miguel, en 2003, y que fue estrenado con montaje de Carlos Velis, en el teatro Luis Poma en abril de 2004. El 30 de agosto de 2002, la Universidad Tecnológica le publicó, en su colección “Juntas llegamos a la palabra”, esfuerzo editorial dirigido por Silvia Elena Regalado, el poemario Oficio de mujer.

En la actualidad la Editorial Rubén H Dimas le ha publicado la novela corta El rostro en el espejo. Conserva inéditos once poemarios, dos novelas cortas, una obra de teatro y dos libros de cuentos. Diversos artículos y poemas suyos han aparecido en publicaciones periódicas salvadoreñas, como ECA, Taller de letras, Cultura, suplemento cultural Tres mil, Semana, Apertura, suplemento cultural Búho, Tendencias, Gente, Ahora, Revista de la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad “Dr. José Matías Delgado” y otras.

Sus trabajos de investigación incluyen el libro San Salvador en las alas del tiempo (San Salvador, TACA International Airlines, 1996, en coautoría con Carlos Cañas-Dinarte), la compilación, notas y estudio introductorio de los dos tomos de la Poesía completa de Claudia Lars (San Salvador, DPI-CONCULTURA, 1999), la investigación Historia de la radiodifusión en El Salvador (1999, inédito), y la validación de la investigación histórica sobre los barcos construidos en El Salvador y que, en 1541, zarparon de Acajutla y descubrieron California, trabajo realizado por el empresario marino Carlos Santiago “Jimmy” Ruiz, el cual fue divulgado por la revista dominical Vértice de El Diario de Hoy (julio de 2000). Estos dos últimos trabajos de investigación los realizó como integrante del Consejo de Profesores de la Universidad “Dr. José Matías Delgado”. Un resumen del último está disponible en la página web de la Universidad Tecnológica.

Ha trabajado como correctora de estilo en diversos proyectos, como la investigación 450 años de San Salvador, realizada por el historiador salvadoreño Enrique Kuny Mena, la cual fue publicada en 1996 por el Banco Cuscatlán, y en la misma calidad para los libros Flores del Rincón Mágico y Aves del Rincón Mágico publicadas en 2005 y 2006 respectivamente por el Banco Agrícola Comercial. Ha sido además profesora de literatura de la Escuela de Comunicación “Mónica Herrera”

Actualmente se desempeña como catedrática de Historia Contemporánea de El Salvador y de Estilos Artísticos en la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad “Dr. José Matías Delgado”, donde además tiene a su cargo la coordinación de las publicaciones de la escuela. Hasta la fecha, los trabajos académicos más completos dedicados a su obra literaria son los ensayos: La otra mujer. Borges, psicoanálisis y construcción de género en Carmen González Huguet, incluido por el doctor Rafael Lara Martínez, de la Universidad de Nuevo México en Alburquerque, en su libro La tormenta entre las manos. Ensayos sobre literatura salvadoreña (San Salvador, DPI-CONCULTURA, 2000, págs. 265-275); y De lo femenino y la historia en Centroamérica: contar y recordar en Carmen González Huguet, ponencia presentada por la doctora Nilda Villalta, de la Universidad de Maryland, en la reunión 2000 de la Asociación de Estudios Latinoamericanos. Dicha ponencia está en internet, en formato PDF, y puede ser consultada en la siguiente dirección: http://136.142.158.105/2000PDFF/Villalta.PDF.

Los doctores Lara y Villalta son salvadoreños radicados en Estados Unidos y enseñan en departamentos de español de universidades norteamericanas, donde continúan realizando investigaciones sobre literatura salvadoreña. Rafael Lara Martínez es Antropólogo Lingüista, graduado de la Escuela Nacional de Antropología, ENA, de México. Nilda Villalta se graduó como licenciada en Letras en la UCA, y obtuvo su maestría y doctorado en Literatura por la Universidad de Maryland, Estados Unidos.

Tuesday, October 03, 2006

Una tarde en el Museo

El edificio del Museo Nacional de Antropología "Dr. David Joaquín Guzmán" fue inaugurado en 1999 la misma semana que murió en California mi papá. Durante casi dos años trabajé con el equipo redactor de los guiones para ese proyecto. Terminé haciéndome cargo de la Sala de Religión cuando las antropólogas Concepción Clará de Guevara, contratada por corto tiempo, y Gloria Aracely Mejía de Gutiérrez (q. d. d. g.) terminaron la investigación preliminar.

Todo este preámbulo involuntariamente pedante tiene la finalidad de señalar que conozco de cerca el proyecto, y que por esas razones y por todo el esfuerzo y los afectos involucrados en el mismo, el MUNA resulta un sitio especialmente entrañable para mí. Todos los semestres les doy el tour completo a mis alumnos de Historia Contemporánea de El Salvador. Y esta tarde lo hice para María Elena Vidales de Bottlick y su esposo, Wayne.

Malena estudió conmigo en el Colegio Sagrado Corazón, de 1964 a 1976, año en que egresamos como bachilleres. No la había vuelto a ver desde entonces. Durante todos esos años fue, si no la más brillante, una de las mejores estudiantes de la promoción. Desde hace años vive en Estados Unidos, tiene una hermosa familia y ha coronado una exitosa carrera profesional.

He pasado un rato sumamente agradable recorriendo las salas del museo junto con ella y su familia y quiero dejar constancia de mi agradecimiento. Porque para la reunión de las compañeras de la promoción 76 del Colegio Sagrado Corazón, Malena se ha tomado el trabajo, junto con otras de nosotras, de reunir fotos, textos, anécdotas y datos no sólo interesantes sino muy útiles para mantenernos en contacto. Y el resultado ha sido sobre todo divertidísimo.

Vayan mis agradecimientos para ella y para quienes están haciendo posible esta reunión.

Monday, October 02, 2006

Lectores a escondidas

El viernes, el doctor Carlos Bonilla (cuyo nombre, es curioso, se parece mucho al del suegro de Francisco Gavidia) nos dio una clase magistral sobre los próceres de la Independencia y sus lecturas. Vengo así a enterarme de que los ilustres constituyentes de 1824 leían a los enciclopedistas franceses en forma embozada.

Francisco Barrundia, por ejemplo, era un fervoroso admirador del Contrato Social de Rousseau. No conoció, sin embargo, según el doctor Bonilla, otras obras del ilustre ginebrino, como el Emilio, ni la Nueva Eloísa, pero la influencia de aquella obra es notable en los escritos del prócer.

Lo que me pareció curioso, y por eso menciono el tema, es que la élite intelectual centroamericana de fines del siglo XVIII y principios del XIX no sólo era un grupo culto e ilustrado (José Cecilio del Valle leía cinco idiomas y recibía periódicamente volúmenes de su librero de Nueva York), sino que en su seno circulaban las ideas de la Ilustración, pese a que la mayoría de los libros estaban en el Índice, y por tanto, eran prohibidos.

El claustro de profesores de la Universidad de San Carlos discutía abiertamente las nuevas ideas, como eran llamadas entonces, aunque en forma oficial los contenidos no apareciesen anunciados en los planes de estudio. Este hecho me llevó a la reflexión de que a principios del siglo XIX los intelectuales centroamericanos leían más o menos a escondidas. La censura operaba abiertamente, aunque en forma subrepticia circularan ideas que en aquella época las autoridades juzgaran subversivas.

En los años sesenta, setenta y ochenta del siglo XX, más de ciento cincuenta años después, no se había avanzado gran cosa. Mi generación siguió leyendo a escondidas. De la persecución de que fueron víctimas libros y lectores pueden dar cuenta los sobreviviventes de numerosos cateos. En el más puro estilo nazi, la guardia perseguía no sólo a las personas que se atrevían a pensar diferente, sino a los propios libros considerados "subversivos".

¿Será que, en todo caso, ese es el destino de todo pensamiento que se salga de la norma y se atreva a cuestionar la validez del stato quo? ¿Y no resultará preocupante que ahora nadie tenga que leer a escondidas? ¿Será que no hay nada de original o de verdaderamente iconoclasta en el pensamiento que ahora se produce? La libertad de que ahora gozamos, al menos para leer, ¿es una bendición o algo de lo que debamos afligirnos?

No sé. No es que eche de menos la época en que leíamos embozados. Pero no deja de resultarme curiosa la semejanza entre aquella élite de 1824 que produjo, con sus deficiencias y todo, la primera Constitución de Centroamérica, y los jóvenes de los sesenta que se habían propuesto cambiar el mundo. Parafraseando a Manrique, unos y otros, "¿qué se hicieron?".