Thursday, September 28, 2006

En busca del paraíso, capítulo cero

No, prometo que esto no se convertirá en una novela por entregas. Sin embargo, he aquí el capítulo inicial de En busca del paraíso, una novela que empecé a escribir en 2000 y terminé en 2005. Ahora trabajo en la segunda parte, después de haberla revisado concienzudamente a lo largo de este año. La protagonista de esta historia es para mí un ser entrañable por muchos motivos. Me ha dado mucho gusto compartir varios años de mi vida con ella. Ojalá siga acompañándolos a ustedes con la ternura con que me ha acompañado.

Y vi: era un caballo verdoso,
quien lo montaba se llamaba "La Muerte",
y el Hades lo acompañaba.
Les fue dado poder sobre la cuarta parte de la tierra,
para que matasen por la espada, por el hambre,
por la muerte y por las fieras de la tierra.
Apocalipsis 6,8


La página de pergamino tembló en sus manos y con dificultad leyó: "En el año de Nuestro Señor de mil y quinientos y..." La escritura laboriosa continuaba por farragosas líneas y se interrumpía al final. En el envés de la hoja, sin embargo, no continuaba el texto. De pronto se percató de que sus dedos se posaban sobre unas letras escritas hacía casi quinientos años por una mano a la que jamás llegaría a tocar. No existía la más remota posibilidad de que pudiera asir a aquel desconocido, lejano pero real: un hombre que había caminado por la tierra, respirado el aire, percibido el mismo sol que entraba por la ventana en ese preciso instante. Sólo entonces la frontera de aquellos cinco siglos, tan elusiva, tan difícil de contener como el agua, se le volvió concreta y palpable, dura como un muro de hielo.

Cayó en la cuenta de lo irrecuperable y definitivo del pasado. Ese pasado que, como el pergamino, estaba condenado a destruirse para siempre, con el paulatino e incontenible fervor con que se escapaba la arena entre las manos, hasta que lo que una vez fue no existiese, ni pudiera volver a ser jamás, hasta que un día la gente dudara de que alguna una vez tales cosas habían sido verdaderas.

Algo o alguien, en su interior, se sublevó ante la idea. No, no era posible que el pasado desapareciera sin dejar ningún rastro, hasta borrarse del todo de la memoria. Había que hacer algo. Había que intentar rescatar, de algún modo, todo eso que se desmoronaba. Había que detener la marcha de la ruina, el run run de la polilla, el insidioso paso del polvo. Quiso atrapar la mano que había escrito aquellas letras, reconstruir la faz del hombre cuyos ojos habían visto, entre sus dedos, formarse los grafismos. Pero no hizo sino chocar contra el pergamino. Frontera y puente, muro y lazo, era lo único que aún quedaba como testimonio de la vida que alguna vez latió en las venas de la mano que había escrito las letras.

¿Pero no era así siempre?, se preguntó de pronto. ¿Cuándo asimos la realidad de otra persona? ¿No nos llega el ser de los otros filtrado a través de múltiples, infinitas mediaciones? ¿Cómo compartir verdaderamente la experiencia del otro? ¿Cómo saber con certeza quién es, cómo piensa, qué siente? ¿Qué torbellino le late debajo de la piel, qué ocultos designios teje su cabeza, qué fuerza mueve los huesos y la carne de sus manos?

Herida de frustración, se levantó de la silla, entregó los papeles a la mujer del guardapolvo blanco, tomó sus cosas y bajó la escalera en penumbras. El largo pasillo le devolvió el eco de sus pasos. Afuera la esperaba el sol amortajado de una tarde de finales de siglo. El aire era frío y húmedo. Lentas gotas comenzaban a caer sobre el asfalto brillante. Cruzó la avenida y caminó durante varias cuadras. Las últimas ventas acababan de cerrar. El viento le azotó el rostro con las primeras gotas de la tormenta.

Se refugió bajo un portal. El aire era más cálido y los anteojos claros se le nublaron. Poco a poco recobraron la transparencia. En una esquina un par de mujeres envueltas en sus huipiles y cortes de colores vivos trataban de cruzar la calle. Una de ellas llevaba un bulto de ropa equilibrado sobre su cabeza. La otra abrazaba un gran ramo de rosas blancas. Avanzaban sin mirar al bus que venía sobre el otro carril. No lo pensó un segundo. Se lanzó hacia ellas, empujándolas. El bus le pasó a escasos centímetros de la sien izquierda. Cuando ambas se levantaron escuchó las frases airadas e inentendibles de una, pero la otra, que se había incorporado antes y había comprendido lo ocurrido, silenció sus protestas. Entonces la primera la sumergió en una mirada extraña, que para Hannah tuvo la cualidad de una corriente de agua cálida y palpable.

"Vas a encontrar lo que buscas" le dijo una voz que no supo reconocer pero que sonó, clara y audible, en su interior. ¿En qué idioma dijo esas palabras? La voz se desvaneció antes de poder identificar su naturaleza o procedencia. Dijo adiós con la mano, sin sonreír. Ellas la imitaron, y las tres desaparecieron en las primeras sombras de una ciudad que comenzaba a disolverse entre la niebla y la lluvia.


Wednesday, September 27, 2006

Soneto

¡Cómo el ardor del entusiasmo engaña!...
Y tú, soñando, con audacia loca,
Intentabas salvar de roca en roca,
La sombría altitud de esa montaña...

Aquí el súbito escarpe, allí la huraña,
Honda caverna de espantable boca;
Mucha la asperidad, la fuerza poca...
¡Y subir apoyado en una caña!

Y bien, si es la verdad; sépalo el mundo:
Sientes sangrar tus pies, sientes vacío
Tu cielo azul; y tu dolor, profundo:

Noche en tu frente; en tus entrañas frío;
Flaca tu fe; tu espíritu, iracundo...
Ya es tiempo de gritar: ¡Valor, Dios mío!

Francisco Gavidia

El diario de Perséfone - ¿Por qué?

¿Por qué Perséfone?, me preguntarán algunos, para empezar. Aparte de mi gusto por la mitología griega (debilidades que tiene una por lo clásico, ¿qué vamos a hacer?) y de lo sugerente que me parece en particular el mito de Perséfone, me siento identificada con una mujer que pasaba largas temporadas en el infierno.

Más de alguno también podrá decirme que mi predilección por este mito tiene cierta raíz freudiana. No voy a discutirlo. La relación entre mi madre y yo fue muy intensa y estrecha. Tal vez por eso su muerte me ha dejado tan devastada.

¿Por qué un diario? Otra debilidad. Cuando era adolescente llevé uno durante varios años, cosa que me ayudó a ver ciertas cuestiones en perspectiva. Pero al igual que mi diario de la adolescencia, que como muchos de mis papeles de esa época sucumbió al fuego cuando dejé la casa de mis padres, no sé si lograré darle continuidad a este intento. Lo confieso.

Mi madre se quejó de mi dificultad para sostener esfuerzos de largo aliento. Ese fue uno de los rasgos de mi carácter, al menos en la niñez y en mi primera juventud. Tal vez la llegada de los años maduros me haya hecho cambiar en ese aspecto: terminé una licenciatura, aunque me llevó diez años, y he escrito varias novelas, cosa que también exige cierto grado de esfuerzo sostenido. No sé... a lo mejor, don Francisco Gavidia tenía razón: "Cómo el ardor del entusiasmo engaña..."

Veremos si consigo llevar este esfuerzo a buen fin. Que la Diosa nos acompañe. Así sea.